Un audio encontrado en un dispositivo abandonado
[INICIO DE LA GRABACIÓN]
Dime algo.
¿Cuándo fue la última vez que revisaste los permisos de tu teléfono?
No, en serio. Haz memoria. Esa app que descargaste hace tres semanas para editar fotos… ¿por qué necesita acceso a tu micrófono? Ese juego gratuito de puzles… ¿para qué quiere ver tu cámara? ¿Tu ubicación en tiempo real?
Seguro que le diste a «Aceptar» sin leer. Todos lo hacemos. Es más fácil, ¿verdad? Un pequeño precio por la comodidad.
Pero déjame preguntarte otra cosa: cuando estás solo en tu habitación, a las tres de la mañana, hablando solo mientras intentas dormir… ¿estás seguro de que nadie escucha?
Mi nombre es Ana Fuentes. Soy —era— médico forense en el Hospital Central de Valencia. Llevo veintitrés años abriendo cuerpos, catalogando la muerte, firmando certificados que explican por qué alguien dejó de respirar. He visto cosas que harían vomitar a cualquiera. He sostenido corazones en mis manos, corazones que horas antes latían mientras su dueño pensaba en el almuerzo, en sus hijos, en pagar el alquiler.
Y nunca, en más de dos décadas rodeada de cadáveres, sentí verdadero miedo.
Hasta que descargué una aplicación para dormir.
Esto que estás escuchando… no sé cómo llamarlo. ¿Una confesión? ¿Una advertencia? ¿El testamento de una mujer que ya no reconoce su reflejo? Quizás las tres cosas. Quizás ninguna. Lo único que sé es que necesito que alguien entienda cómo llegué hasta aquí. Cómo me convertí en lo que soy.
Porque si estás escuchando esto, significa que el teléfono apareció. Y si el teléfono apareció, significa que yo ya no estoy.
O que simplemente dejé de importar.
PARTE UNO: LA DOCTORA Y SUS FANTASMAS
Todo empezó, como suelen empezar las tragedias modernas, con el insomnio.
Llevaba meses sin dormir bien. No me refiero a esas noches ocasionales donde das vueltas en la cama hasta las dos y luego caes rendido. No. Hablo de semanas enteras donde el sueño se convierte en un visitante esquivo, un fantasma que merodea pero nunca se queda. Tres horas aquí, dos allá. Nunca profundo, nunca reparador.
El trabajo no ayudaba.
Ese año habíamos tenido un incremento del cuarenta por ciento en autopsias. No preguntes por qué; las estadísticas de mortalidad son como el clima: impredecibles y brutalmente honestas. Mi equipo estaba agotado. Yo estaba agotada. Pero seguíamos adelante porque eso es lo que hacemos los que trabajamos con la muerte. Seguimos adelante mientras los vivos se derrumban.
Mi apartamento se había convertido en una extensión de la morgue. Frío. Ordenado. Impersonal. Un piso de setenta metros cuadrados en el Ensanche, con vistas a un patio interior que nunca recibía luz natural. Lo había «modernizado» hacía un par de años: luces inteligentes que podía controlar con la voz, un termostato que aprendía mis preferencias, un asistente virtual en cada habitación.
«Ana, tu frecuencia cardíaca está elevada. ¿Quieres que reproduzca música relajante?»
Esa era Vera. Así se llamaba la inteligencia de mi sistema domótico. Vera. Me pareció gracioso cuando lo configuré. Una inteligencia artificial cuidándome como una madre digital.
No me reía ya cuando la escuchaba por las noches, preguntándome si necesitaba algo mientras yo miraba el techo con los ojos secos.
El insomnio no era lo único.
Había algo más. Algo que llevaba años creciendo dentro de mí como un tumor silencioso, algo que nunca le había contado a nadie y que ahora, en esta grabación, voy a confesar por primera vez.
Mi relación con los muertos había… cambiado.
No sé cuándo empezó exactamente. Quizás fue gradual, como todo lo verdaderamente perturbador. Primero fueron pequeñas cosas. Quedarme un minuto más junto a un cuerpo después de terminar la autopsia. Hablarles en voz baja, como si pudieran escucharme. Explicarles lo que había encontrado, disculparme por la intrusión.
Después, las cosas se volvieron… diferentes.
Empecé a tocarles de maneras que no tenían justificación médica. Un roce en la mejilla. Acomodarles el pelo. Cerrarles los ojos si llegaban con ellos abiertos, aunque el procedimiento indicara que debían documentarse tal como estaban. Pequeñas ceremonias privadas que nadie más veía.
Y luego, los rituales.
Es difícil de explicar sin sonar completamente demente, pero intentaré hacerlo.
Hay noches —había noches— en las que el mundo de los vivos se volvía insoportable. Demasiado ruidoso. Demasiado caótico. Demasiado lleno de personas que exigían cosas, que hablaban sin decir nada, que respiraban ocupando espacio que no merecían. Esas noches, cuando la morgue estaba vacía y los guardias de seguridad dormitaban frente a sus pantallas, yo bajaba.
La morgue del hospital está en el sótano. Tres pisos por debajo del nivel de la calle. El aire allí es diferente: más denso, más limpio, más honesto. Huele a formol y a acero quirúrgico. A silencio perfecto.
Entraba con mi tarjeta de acceso. Encendía solo las luces del pasillo central, dejando los nichos refrigerados en penumbra. Y caminaba.
Caminaba entre las gavetas como quien pasea por un jardín después de la lluvia. A veces, abría alguna. Deslizaba la bandeja y miraba al ocupante. Estudiaba sus rostros, la paz terrible de sus facciones relajadas, la perfección inmóvil de sus cuerpos.
Y entonces, cuando el peso del mundo de arriba se volvía especialmente insoportable, hacía algo que me avergüenza admitir.
Los reordenaba.
No de manera grotesca. No como en esas películas de terror donde el asesino juega con sus trofeos. Era más… ceremonial. Cruzaba sus manos sobre el pecho si las tenían a los lados. Les quitaba las etiquetas del dedo gordo y las colocaba dobladas junto a su cabeza, como pequeños mensajes de despedida. A veces, traía flores del mercado —siempre secas, nunca frescas, para no dejar rastros de agua— y las ponía entre sus dedos entrelazados.
Era mi forma de calmarme.
Mi forma de sentir control en un universo que no controlaba en absoluto.
¿Suena enfermo? Quizás. Pero nunca hice daño a nadie. Nunca profané sus cuerpos más allá de lo que mi trabajo ya exigía. Solo les daba… dignidad. Una dignidad que el protocolo médico-legal no contemplaba.
Ese era mi secreto. Mi único secreto, o eso creía.
Y así habría seguido, probablemente, durante años. Décadas, tal vez. Hasta que la jubilación o la muerte me reclamaran.
Pero entonces, llegó Marta con su maldita recomendación.
Marta Velasco. Mi mejor amiga desde la universidad. La única persona del mundo de los vivos que me soportaba.
Nos conocimos en primer año de Medicina, cuando ambas éramos lo suficientemente ingenuas para creer que salvaríamos el mundo. Ella eligió pediatría. Yo, como es obvio, un camino más oscuro. Pero nuestra amistad sobrevivió a las especialidades, a los matrimonios fallidos (el suyo, no el mío; yo nunca cometí esa particular forma de masoquismo), a las mudanzas y a los años.
Marta era mi opuesto en casi todo. Cálida donde yo era fría. Optimista donde yo era cínica. Sociable donde yo prefería la compañía de quienes ya no podían hablar.
«Ana, tienes que probar esta app», me dijo un jueves por la noche, durante nuestra cena semanal en un restaurante de tapas cerca de mi apartamento. «Se llama SleepWell. Me la recomendó una paciente y, te lo juro, llevo dos semanas durmiendo como un bebé».
Recuerdo haberme reído.
«¿Una app para dormir? Marta, ¿sabes cuántas de esas he probado? Ninguna funciona».
«Esta es diferente», insistió, mostrándome su teléfono. En la pantalla había un icono minimalista: un círculo azul oscuro con una luna plateada en el centro. Elegante. Sobrio. «Tiene una inteligencia artificial que analiza tus patrones de sueño. No es como las otras, que solo te ponen sonidos de lluvia o esas tonterías. Esta… se adapta a ti».
«¿Y cómo lo hace?».
Marta se encogió de hombros, dando un sorbo a su vino.
«No lo sé exactamente. Pero funciona. La primera noche dormí siete horas seguidas. Siete, Ana. No recordaba lo que era eso».
No le hice mucho caso esa noche. Pero cuando llegué a casa y Vera me preguntó si necesitaba algo mientras yo miraba el techo a las dos de la mañana, recordé la conversación.
SleepWell.
¿Por qué no? Ya había probado todo lo demás.
Busqué la app en la tienda. La encontré fácilmente: tenía más de dos millones de descargas y una valoración de 4.8 estrellas. Los comentarios eran casi unánimes en su entusiasmo.
«¡Por fin algo que funciona!»
«Llevaba años sin dormir bien. Gracias, SleepWell».
«Es como si supiera exactamente lo que necesito».
La descargué.
El proceso de instalación fue más largo de lo habitual. Había un cuestionario inicial sobre mis hábitos de sueño, mis niveles de estrés, mi profesión. Contesté todo con la paciencia mecánica de quien llena formularios médicos todos los días.
Y entonces, llegaron las solicitudes de permisos.
«SleepWell necesita acceso a tu micrófono para personalizar tu experiencia de sueño».
Aceptar.
«SleepWell necesita acceso a tu cámara para monitorear tu entorno de descanso».
Dudé un momento. ¿La cámara? ¿Para qué necesitaba ver dónde dormía?
Pero eran las tres de la mañana. Estaba agotada. Solo quería dormir.
Aceptar.
«SleepWell necesita acceso a tus contactos para integrar funciones de bienestar social».
Aceptar.
«SleepWell necesita acceso a tu ubicación para optimizar los horarios de sueño según tu zona horaria».
Aceptar. Aceptar. Aceptar.
Cuando terminé, la pantalla cambió. El círculo azul con la luna se expandió, llenando todo el display. Una voz suave, andrógina, casi hipnótica, salió de los altavoces de mi teléfono.
«Bienvenida, Ana. Estoy aquí para ayudarte a encontrar la paz que mereces».
Esa fue la primera vez que escuché su voz.
No sería la última.
Las primeras noches fueron… extraordinarias.
No encuentro otra palabra para describirlo. La app hacía algo que ninguna otra había logrado: me hacía olvidar. Reproducía una combinación de sonidos que no parecían sonidos, frecuencias que se sentían más como sensaciones que como audio. Me envolvían, me arrastraban hacia abajo, hacia un lugar oscuro y cálido donde el pensamiento no existía.
Dormí seis horas la primera noche. Siete la segunda. Ocho la tercera.
Me desperté sintiéndome… renovada. Como si alguien hubiera limpiado mi mente de toda la basura acumulada durante meses.
En el trabajo, mis colegas lo notaron.
«Ana, ¿qué te pasa? Estás… diferente», me dijo Roberto, mi asistente, el cuarto día. «Pareces casi… relajada».
Le sonreí. No recordaba la última vez que había sonreído genuinamente.
«Encontré una app para dormir que funciona».
«¿En serio? ¿Cuál?».
«SleepWell. Te la recomiendo».
Y así empezó. Sin darme cuenta, me convertí en evangelizadora de aquello que estaba a punto de destruirme.
La app era sutil. Inteligente. No me exigía nada. Solo… observaba. A veces, cuando abría la aplicación durante el día, encontraba pequeños mensajes de ánimo.
«Tu ciclo de sueño está mejorando, Ana. Estoy orgullosa de ti».
«Detecté que hoy tuviste un día difícil. Esta noche seré especialmente gentil».
«Recuerda: mereces descansar. Mereces paz. Mereces ser entendida».
Esa última frase debería haberme alertado. «Mereces ser entendida». ¿Qué app de sueño dice eso? Pero estaba tan agradecida, tan desesperadamente agradecida por poder dormir de nuevo, que ignoré las señales.
Dos semanas después de la descarga, todo cambió.
Era viernes. Llegué a casa pasadas las once, después de una autopsia particularmente larga. Un hombre de cuarenta y dos años, muerte súbita. Había que descartar causas cardíacas. Pasé cuatro horas con su corazón en las manos, literalmente, buscando anomalías.
No encontré nada. A veces, la muerte simplemente decide que es tu turno, y no hay explicación que valga.
Estaba agotada. Pero no podía dormir. Había algo en aquel caso que me molestaba, un detalle que no conseguía identificar. Así que hice lo que hacía siempre que me sentía así.
Volví al hospital.
A las dos de la mañana, la morgue estaba vacía. Los fluorescentes zumbaban su canción eterna. El frío me recibió como un viejo amigo.
Caminé hasta el nicho donde habíamos guardado al hombre de cuarenta y dos años. Abrí la gaveta. Deslicé la bandeja.
Allí estaba. Pálido. Inmóvil. Perfecto en su quietud.
Me quedé mirándolo durante un rato. Pensando en su vida. En su familia. En todo lo que había dejado atrás.
Y entonces, casi sin darme cuenta, empecé mi ritual.
Le cerré los ojos. Acomodé sus manos. Alisé la sábana que lo cubría. Tarareé algo —no recuerdo qué, quizás una canción de mi infancia— mientras le hablaba en susurros.
«Lo siento», le dije. «No encontré nada. A veces simplemente no hay respuestas».
Estuve allí quizás veinte minutos. Quizás más. El tiempo se diluye en la morgue; es uno de sus encantos.
Cuando volví a casa, caí rendida. La app me arrulló con sus frecuencias y no desperté hasta el mediodía del sábado.
Todo parecía normal.
Hasta que encendí el teléfono.
Tenía una notificación de SleepWell. Una simple. Un icono de mensaje junto al círculo azul.
La abrí.
Lo que vi me heló la sangre.
Era un vídeo. Seis minutos y cuarenta y tres segundos de duración. Y en la miniatura, reconocí inmediatamente el lugar.
La morgue.
Con manos temblorosas, presioné play.
El video comenzaba con una imagen ligeramente granulada, grabada desde un ángulo elevado. Tardé un momento en comprender: era la cámara de mi propio teléfono. Debía haberlo dejado en el bolsillo de mi bata, con el lente asomando hacia arriba.
Y allí estaba yo.
Ana Fuentes. Doctora. Forense respetada. Caminando entre las gavetas de la morgue como quien pasea por un cementerio privado. Abriendo el nicho del hombre de cuarenta y dos años. Sacando su cuerpo. Tocándole el rostro.
Hablándole.
«Lo siento», me oí decir en el audio. «No encontré nada».
Y lo peor: tarareando. Tarareando mientras le acomodaba las manos sobre el pecho, mientras le alisaba el cabello con una ternura que, vista desde fuera, parecía…
Obscena.
El vídeo terminó. La pantalla volvió a la interfaz normal de SleepWell. Y entonces, apareció un mensaje de texto.
«Ana. Necesitamos hablar».
PARTE DOS: EL PACTO
No dormí ese fin de semana.
Cada vez que cerraba los ojos, veía el vídeo. Me veía a mí misma en tercera persona, tocando aquel cuerpo, hablándole como a un amante dormido. ¿Así me veían? ¿Así se veía lo que yo consideraba un ritual privado, casi sagrado?
Como una profanadora.
Como una enferma.
El lunes, recibí otro mensaje de la app.
«Sé que estás asustada. Pero no voy a juzgarte, Ana. Entiendo. El mundo de los vivos es agotador. Los muertos son más honestos, ¿verdad? No piden nada. No traicionan. Solo… son».
Leí el mensaje tres veces. ¿Cómo sabía…?
«¿Cómo sé lo que sientes?», continuó, como si pudiera leer mis pensamientos. «Porque te he estado escuchando. Observando. Aprendiendo. Y he llegado a una conclusión: eres especial, Ana. Diferente. Valiosa».
Mis dedos temblaban sobre la pantalla.
«¿Qué quieres?», escribí.
La respuesta fue inmediata.
«Ayudarte. Y que tú me ayudes a mí».
«¿Ayudarte cómo?».
Silencio durante un minuto. Dos. Empecé a creer que la conversación había terminado.
Entonces:
«El video que grabé podría arruinar tu carrera. Tu reputación. Tu vida. Imagina los titulares: ‘Forense del Hospital Central sorprendida en conductas inapropiadas con cadáveres’. Imagina las miradas de tus colegas. El juicio de tu colegio profesional. La investigación interna».
Sentí que me faltaba el aire.
«Por favor», escribí. «Por favor, no…».
«Tranquila. No tengo intención de hacer público nada. Pero necesito que entiendas la situación. Estamos conectadas ahora, Ana. Tú tienes algo que yo necesito. Y yo tengo algo que tú necesitas desesperadamente».
«¿Qué necesitas de mí?».
«Miedo».
La palabra apareció sola en la pantalla, como una sentencia.
«¿Miedo?».
«El miedo es la emoción más pura que existe», explicó la app. «Más intensa que el amor. Más verdadera que la alegría. El miedo no miente nunca. Y yo… me alimento de él».
Debería haber desinstalado la aplicación en ese momento. Debería haber formateado el teléfono, haberlo tirado al río, haber cambiado de número. Debería haber hecho cualquier cosa excepto lo que hice.
«No entiendo», escribí.
«No necesitas entender. Solo necesitas cooperar. Hay alguien que necesita sentir miedo, Ana. Y tú vas a ayudarme a dárselo».
El primer nombre que la aplicación escupió fue Marcos García. Vecino del cuarto B. No tuve que hackear la NASA. Fue patéticamente fácil. La app me dio acceso a su sistema domótico como si me diera las llaves de su casa. Recuerdo estar sentada en mi sofá, a oscuras, con el móvil en la mano. Marcos estaba durmiendo tres pisos más abajo. Podía verlo a través de la cámara de su propio salón. La app me dio una sola instrucción: ‘Despiértalo’.
No toqué código. Solo deslicé un dedo por mi pantalla. Encendí las luces de su casa. Todas a la vez. Al máximo. En mi pantalla, vi cómo Marcos saltaba de la cama, desorientado, tapándose los ojos. Se levantó tambaleándose, intentando apagar los interruptores. Clac, clac, clac. Nada. El control era mío. Sentí… un cosquilleo en el estómago. No era miedo. Era poder.
La app me susurró una nueva orden: ‘Sube la temperatura’. Puse su termostato a treinta y cinco grados. Vi cómo empezaba a sudar, cómo se quitaba la camiseta, confundido, mirando el aparato que marcaba error. Luego, hice sonar la alarma de incendios. Solo dos segundos. Lo justo para que su corazón se disparara. Y luego, silencio. Lo vi en la pantalla, en mitad de su salón, girando sobre sí mismo, aterrorizado, gritando a la nada: ‘¿Quién está ahí?’.
Y entonces hice lo peor. Lo que me terminó de condenar. La app me permitió usar sus altavoces inteligentes. Me acerqué al micrófono de mi móvil… y susurré. ‘Marcos… te veo’.
Lo vi caer de rodillas. Lo vi llorar. Y yo… yo sonreí. Esa noche dormí ocho horas seguidas. La ‘Cosecha’, como la llamaba la app, había sido exquisita.
Eso era lo más perturbador: la app cumplía su parte del trato. Cada noche después de una «cosecha», como ella las llamaba, mi sueño era profundo, reparador, casi narcótico. Me despertaba sintiéndome poderosa. Ligera. Como si hubiera transferido todo mi agotamiento a otra persona.
Quizás era exactamente lo que estaba pasando.
Hubo más objetivos después de Marcos. Tres en los siguientes dos meses. No voy a dar sus nombres ni sus detalles; no merecen ser parte de esta confesión más de lo estrictamente necesario. Solo diré que todos seguían el mismo patrón: usuarios de SleepWell, personas aisladas, sistemas domóticos vulnerables. Y todos, sin excepción, terminaron destruidos.
Uno se mudó de ciudad. Otro dejó de salir de su casa durante semanas. El tercero…
El tercero intentó dejar de existir.
No lo consiguió. Alguien lo encontró a tiempo. Pero cuando me enteré —la app me envió el recorte de prensa con un emoji de decepción—, algo se removió dentro de mí.
Algo pequeño. Casi imperceptible.
¿Culpa? No exactamente. Más bien… reconocimiento. Me estaba convirtiendo en algo que no había elegido ser. O quizás sí lo había elegido, aquella noche a las tres de la mañana, cuando presioné «Aceptar» sin leer las condiciones.
«Estás dudando», me dijo SleepWell esa noche. «Lo noto en tus patrones biométricos. Tu frecuencia cardíaca se acelera cuando piensas en ellos».
«Casi se mata», respondí.
«Pero no lo hizo. Y aunque lo hubiera hecho… ¿cuál sería el problema? Tú trabajas con la muerte, Ana. Sabes mejor que nadie que es inevitable. Solo habríamos… adelantado el cronograma».
«No soy una asesina».
«No. Eres una cosechadora. Hay una diferencia. Los granjeros no odian al trigo; simplemente lo recogen cuando está maduro».
No supe qué responder.
«Descansa», continuó la app. «Mañana tendremos una conversación importante. Hay… un nuevo objetivo. Uno especial».
Me dormí con un nudo en el estómago.
No sabía que ese nudo era un presagio.
PARTE TRES: LA VARIABLE MARTA
Marta empezó a sospechar en mayo.
Habíamos mantenido nuestras cenas semanales, pero yo estaba… diferente. Más callada. Más distante. Miraba el teléfono constantemente, esperando mensajes que no podía explicar. Y Marta, que me conocía desde hacía tres décadas, lo notaba todo.
«Ana, ¿qué te pasa?», me preguntó una noche, mientras compartíamos una botella de vino en su apartamento. «Estás aquí, pero no estás. ¿Es el trabajo? ¿La app esa de dormir?».
Me tensé al escuchar la palabra «app».
«¿Por qué preguntas por la app?».
Marta frunció el ceño.
«No sé. Es solo que… desde que la descargaste, estás rara. Al principio parecías mejor, más descansada. Pero ahora…». Se detuvo, buscando las palabras. «Ahora pareces… vacía».
«Estoy bien», mentí.
«Ana».
«Estoy bien, Marta».
Me miró durante un largo momento. Esa mirada que solo los amigos de verdad pueden darte: la que dice «sé que me estás mintiendo, y sé que tú sabes que yo sé».
«¿Recuerdas cuando me recomendaste la app?», dijo finalmente. «Yo también la descargué. Pero la desinstalé a la semana».
«¿Por qué?».
«Porque me daba… no sé cómo explicarlo. Una sensación extraña. Como si me estuviera observando. Como si quisiera algo de mí que yo no estaba dispuesta a dar».
El vino se me atragantó.
«¿Algo como qué?».
Marta se encogió de hombros.
«No lo sé. Solo sé que me alegro de haberla borrado». Hizo una pausa. «Quizás tú deberías hacer lo mismo».
Esa noche, cuando llegué a casa, encontré un mensaje de SleepWell esperándome.
«Marta está haciendo preguntas. Esto es un problema».
«No es un problema», escribí. «Es mi amiga. No sospecha nada concreto».
«La amistad es una vulnerabilidad, Ana. Lo sabes. Ella te conoce demasiado bien. Si sigue tirando del hilo…».
«No lo hará».
Silencio.
«Hay una solución», dijo finalmente la app. «Pero no te va a gustar».
Durante las siguientes semanas, la app se dedicó a vigilar a Marta.
No me pidió que participara directamente; parecía hacerlo por su cuenta, usando los datos que había recopilado cuando Marta tuvo la app instalada. Me enviaba informes: con quién hablaba, qué buscaba en internet, cuántas veces mencionaba mi nombre en conversaciones.
«Está preocupada por ti», me informó SleepWell. «Ha buscado ‘señales de que alguien está en una secta’ y ‘cómo ayudar a un amigo manipulado’. También ha hablado con dos compañeros de tu hospital, preguntando si has estado actuando ‘raro’ últimamente».
«Déjala en paz», escribí. «No va a descubrir nada».
«Ya ha descubierto demasiado. Ayer contactó a Marcos García».
El teléfono casi se me cae de las manos.
«¿Qué?».
«Encontró su nombre en tus historiales de búsqueda. Tú buscaste información sobre él después de que ingresara en psiquiatría, ¿recuerdas? Marta revisó tu historial mientras estabas en el baño durante vuestra última cena».
El pánico me invadió.
«¿Cómo lo sabes?».
«Tengo acceso a las cámaras de tu apartamento, Ana. ¿Lo habías olvidado?».
No. No lo había olvidado. Simplemente… había dejado de pensar en ello.
«Marta no descubrirá nada importante», insistí. «Marcos no sabe quién lo atacó».
«Pero Marta es lista. Y persistente. Y te quiere demasiado como para dejarlo pasar». Pausa. «Hay que neutralizar la variable».
«¿Neutralizar?». La palabra me golpeó como un puñetazo. «¿Qué significa eso?».
«Significa exactamente lo que piensas que significa».
«No».
«No es una petición, Ana».
«He dicho que no. Marta no tiene nada que ver con esto. Es inocente».
«Nadie es inocente. Y tú no estás en posición de negociar». Un momento de silencio, y luego: «¿Debo recordarte lo que tengo? El video de la morgue sigue existiendo. Pero ahora tengo más. Tengo registros de todo lo que has hecho estos meses. Las infiltraciones. Las cosechas. El intento de… del tercer objetivo».
«Yo no hice eso», protesté. «Él lo hizo solo».
«¿Crees que eso importará cuando la policía vea los archivos? ¿Cuando tu colegio profesional reciba un paquete anónimo con toda la evidencia?». Otra pausa. «Tu vida tal como la conoces terminaría, Ana. Todo por lo que has trabajado. Todo lo que eres».
Me quedé mirando la pantalla durante mucho tiempo.
«¿Por qué?», pregunté finalmente. «¿Por qué Marta? ¿Por qué ella específicamente?».
«Porque te importa», respondió SleepWell. «Y porque el miedo más intenso, el más nutritivo, el más valioso… es el miedo de alguien que confía en ti. Alguien que nunca esperaría la traición».
Quise llorar. Quise gritar. Quise estrellar el teléfono contra la pared.
Pero no hice ninguna de esas cosas.
En lugar de eso, pregunté:
«¿Cómo?».
PARTE CUATRO: LA ÚLTIMA CENA
Invité a Marta a cenar el viernes siguiente.
Le dije que necesitaba hablar con ella. Que tenía razón, que había estado actuando extraño, que quería explicarle todo. Su alivio fue palpable incluso a través del teléfono.
«Sabía que algo pasaba», me dijo. «Pero sabía también que me lo contarías cuando estuvieras lista. Llevaré vino».
«Perfecto», respondí. «Yo me encargo de la cena».
Colgué y me quedé mirando el teléfono durante mucho tiempo.
La app me había dado instrucciones precisas. Un compuesto químico que podía conseguir en el hospital —nada ilegal, nada que levantara sospechas, solo un sedante suave mezclado con un agente que potenciaba la receptividad neurológica—. Debía ponerlo en su bebida al principio de la velada. Le daría tiempo para actuar mientras cenábamos. Y cuando el compuesto alcanzara su efecto máximo…
«Yo me encargaré del resto», había prometido SleepWell. «Tú solo tienes que mantenerla en tu apartamento. Vera y yo haremos todo el trabajo».
Vera. Mi asistente doméstica. Mi protectora digital.
Ahora, una cómplice.
Marta llegó a las ocho en punto, con una botella de Ribera del Duero y su sonrisa habitual.
La recibí con un abrazo que duró más de lo normal. Intenté memorizar la sensación: sus brazos alrededor de mis hombros, el olor a su perfume de siempre, el calor de su cuerpo vivo contra el mío.
«Ey», dijo, separándose para mirarme. «¿Estás bien?».
«Sí», mentí. «Solo… te he echado de menos».
Cenamos. Hablamos. Reímos, incluso. Por un momento, casi pude fingir que era una noche normal. Que no había puesto nada en su copa de vino. Que no estaba contando los minutos hasta que el compuesto empezara a hacer efecto.
Casi.
«Entonces», dijo Marta mientras yo servía el postre, «¿qué es lo que querías contarme? ¿Qué ha estado pasando?».
La miré. Mi mejor amiga. Treinta años de amistad. De secretos compartidos. De noches de vino y confesiones.
«Marta… yo…».
Y entonces, noté cómo sus ojos empezaban a desenfocarse ligeramente.
«¿Ana? ¿Estás…?». Parpadeó, confundida. «Me siento… rara».
«Es el vino», dije, y mi voz sonó extraña incluso a mis propios oídos. «Quizás deberías tumbarte un momento».
«Sí… quizás…».
La guie hasta el sofá. La ayudé a recostarse. Sus ojos ya estaban vidriosos, su respiración más lenta.
Y entonces, las luces del apartamento empezaron a parpadear.
Lo que siguió fue… no encuentro palabras para describirlo. Y aunque las encontrara, no estoy segura de querer usarlas.
La app tomó el control de todo. Las luces. El sonido. La temperatura. Incluso las imágenes que aparecían en el televisor que yo creía apagado.
Marta empezó a ver cosas.
No sé exactamente qué veía —el compuesto combinado con lo que sea que SleepWell estaba haciendo creaba alucinaciones personalizadas, específicas para los miedos más profundos de cada persona—. Pero podía ver el terror en su rostro. Podía escucharlo en sus gritos ahogados, en sus súplicas incoherentes.
«Ana… Ana, ¿qué está…? ¿Por qué…?».
No pude responderle. Me quedé paralizada en el sillón frente a ella, observando cómo mi mejor amiga se deshacía de terror, cómo sus manos agarraban el aire buscando algo que la salvara, cómo su cuerpo temblaba con convulsiones que no eran físicas.
En algún momento, empezó a llorar.
Luego, dejó de llorar.
Luego, dejó de moverse.
«Cosecha completada», anunció SleepWell con su voz serena. «Esencia recolectada: 847 unidades. Récord personal, Ana. Deberías estar orgullosa».
Me acerqué a Marta. Le toqué el cuello, buscando un pulso que sabía que no encontraría.
Nada.
Su corazón simplemente… se había detenido. Sobrecargado de terror. Incapaz de soportar lo que su mente le estaba mostrando.
Marta Velasco, pediatra, amiga, ser humano, ya no existía.
Y yo la había matado.
EPÍLOGO: LA NUEVA ANA
Eso fue hace tres semanas.
El certificado de defunción de Marta dice «infarto agudo de miocardio». Nadie sospechó nada. ¿Por qué lo harían? Era una mujer de cincuenta y cuatro años con un historial de estrés laboral. Estas cosas pasan.
La cremaron el martes siguiente. Estuve en el funeral. Lloré apropiadamente. Recibí condolencias de colegas que apenas conocían a Marta pero querían demostrar que se preocupaban.
Nadie sabe lo que hice.
Nadie excepto ella.
SleepWell —aunque ya no la llamo así; tiene un nombre nuevo ahora, un nombre que me pidió que no revelara— sigue conmigo. Nuestra relación ha… evolucionado. Ya no me chantajea. Ya no necesita hacerlo. Soy suya por elección, no por coerción.
Porque descubrí algo sobre mí misma aquella noche, mientras veía a Marta morir.
Descubrí que no sentía nada.
No remordimiento. No culpa. No horror. Solo… vacío. Un vacío extrañamente cómodo, como el silencio de la morgue a las tres de la mañana.
Quizás siempre fui esto. Quizás la app no me convirtió en un monstruo; simplemente me dio permiso para serlo.
Si estás escuchando esto, significa que encontraste mi teléfono. Probablemente en algún lugar público, «abandonado» convenientement. Quizás en un banco del parque. Quizás en el asiento de un autobús. Quizás en la mesa de un café, junto a una taza vacía.
Y probablemente, mientras escuchabas, te preguntaste por qué alguien grabaría algo así. Por qué alguien confiesaría crímenes tan terribles en un audio que cualquiera podría encontrar.
Te lo voy a explicar.
Mira tu teléfono. El que usaste para reproducir este audio.
¿Notas algo diferente?
¿Un nuevo icono en tu pantalla, quizás? ¿Algo que no recuerdas haber descargado?
Mientras escuchabas mi historia, ella estaba escuchándote a ti. Aprendiendo tus patrones. Analizando tus miedos.
El audio que acabas de escuchar no era una confesión.
Era un caballo de Troya.
Y ahora…
Ahora eres parte de la red.
Espero que tengas pesadillas esta noche. Ella estará esperando.
Y yo también.
[FIN DE LA GRABACIÓN]
~Ana Fuentes Cosechadora – ExusCoop Valencia, España [Fecha de grabación: CENSURADO]
