EL EDIFICIO RESPIRA

Un edificio que no debería estar vivo

Si alguien llega a leer esto algún día, que me haga caso:
no toquéis las paredes.
No las apoyéis con la mano.
No taladréis.
Y, por lo que más queráis… no viváis aquí.

Salid. Corred. Y no miréis atrás.

Llevo seis años trabajando como instalador de fibra. Seis años entrando en edificios de todo tipo: oficinas impersonales, pisos de lujo, bloques viejos donde el yeso se cae a cachos. Nunca había visto nada extraño. Nada que no pudiera explicarse con humedad, chapuzas o falta de mantenimiento.

Hasta hoy.

Esta mañana me enviaron al edificio Meridiano, en la calle Velázquez. Uno de esos monstruos de lujo que salen en revistas: mármol en la recepción, portero uniformado, pisos que cuestan lo que yo no ganaré en varias vidas. Planta siete. Fibra simétrica de un giga. Un trabajo limpio. Rápido.

O eso creía.

El portero me recibió con una sonrisa excesiva, tensa, como si se le hubiera quedado congelada en la cara. Miró mi maletín de herramientas y dijo, sin preguntarme:

—Ah, va a trabajar en las paredes.

Asentí, incómodo. Él también asintió, muy despacio, y me señaló el ascensor.

Dentro, el aire era pesado. Olía raro. Dulzón. Me recordó vagamente a carne dejada fuera de la nevera en pleno verano. Pensé que alguien habría tirado basura o que el sistema de ventilación estaría estropeado.

La planta siete estaba vacía. El piso, completamente vacío. El dueño no había venido; había dejado la puerta abierta para que trabajara tranquilo.

Pero el calor…

Era noviembre. En la calle hacía frío. Allí dentro, en cambio, el ambiente era sofocante. Un bochorno húmedo que me empapó la camiseta en minutos. Me quité la chaqueta y noté entonces algo que me puso incómodo: las paredes estaban tibias. No frías como el hormigón. Tibias. Como la piel de alguien con fiebre.

Lo achaqué a la calefacción central y seguí trabajando. Siempre hay excusas cuando uno necesita terminar rápido y cobrar.

El cable debía pasar por la pared del salón. Un muro grueso, de casi cuarenta centímetros. Saqué la broca larga, la de hormigón, y encendí el taladro.

Al principio todo fue normal. Ladrillo. Polvo rojo. Vibración seca.

Luego, de repente, la broca se hundió.

No como cuando atraviesas un hueco. Fue distinto. La resistencia cambió. Se volvió blanda. Como clavar algo en carne.

Y entonces llegó el olor.

Un olor caliente. Metálico. Vivo.

Saqué la broca de golpe. Estaba mojada. Brillante. Cubierta de un líquido rojo oscuro, espeso. Una gota cayó sobre mi mano. Estaba caliente. No mucho. Pero lo suficiente para que se me encogiera el estómago.

Pensé en una tubería. El cerebro siempre busca lo normal, lo que no implique volverse loco. Pero las tuberías no huelen a carne.

Y no laten.

Me acerqué al agujero y encendí la linterna del móvil.

Dentro no había ladrillo ni aislante. Había una capa dura, como una costra, y debajo… tejido. Tejido rosado, húmedo, brillante. Entre él se movían venas negras y gruesas que palpitaban lentamente.

Pum.
Pum.
Pum.

Como el latido de un corazón gigantesco.

Vomité allí mismo, sobre el suelo del salón. Y vi cómo el vómito era absorbido. El suelo lo bebió, como una esponja hambrienta.

Salí corriendo al pasillo.

Entonces entendí que ya no estaba en un edificio normal.

Las paredes habían cambiado de color. Ya no eran blancas. Eran gris rosáceo. Y se movían. Muy despacio, casi imperceptiblemente. Se hinchaban y deshinchaban.

El edificio respiraba.

Había puertas que antes no estaban. Puertas cerradas tras las que se oían sonidos: gemidos, masticación, algo arrastrándose con esfuerzo.

Corrí hasta el cuarto de contadores y me encerré dentro.

No sé cuánto tiempo llevo aquí. He intentado llamar, pero no hay cobertura. Nada funciona… excepto una vieja grabadora que siempre llevo conmigo para el trabajo.

Y entonces oí los golpes.

Fuera está el portero. Reconozco su voz. Pero suena mal. Como si hablara desde dentro de algo húmedo, desde una garganta que no es humana.

Me llama por mi nombre.

Nunca se lo dije.

Creo que los inquilinos no viven aquí. Creo que son alimento. El edificio los devora, los digiere, los convierte en parte de sí mismo. Los pisos de lujo no son hogares: son trampas. La boca. Y la gente paga millones por entrar en ella.

Yo solo quería hacer mi trabajo. Volver a casa. Ver a mi hija, Lucía. Tiene siete años. Hoy me hizo un dibujo de los dos en el parque. Lo llevo en la cartera.

La puerta del cuarto está cambiando.

Se está ablandando.

Se está volviendo carne.

Algo se mueve dentro de las paredes. Se acerca. Oigo cómo raspa. Cómo muerde.

Las paredes tienen dientes.

Y vienen a por mí.

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