La Habitación Verde

En este momento estás viendo La Habitación Verde
'La Habitación Verde', un escalofriante relato de suspenso psicológico donde la culpa y el remordimiento se convierten en los verdaderos torturadores. Relatando.com

La Habitación Verde

La Habitación Verde

Desperté de golpe, empapado en un sudor frío que me pegaba la camiseta al cuerpo. La desorientación me golpeó como una ola, dejándome sin aliento. ¿Dónde diablos estaba? Desde luego, no era mi cama. La habitación, pequeña y claustrofóbica, apestaba a humedad y a algo más siniestro… ¿Lejía?

Me incorporé con cautela, las piernas temblando como las de un cervatillo recién nacido. Las paredes, de un verde pálido y desconchado, parecían cerrarse sobre mí con cada respiración. Una única bombilla colgaba precariamente de un cable raído, bañando la estancia en una luz verdosa y enfermiza. “Mierda”, pensé, el pánico creciendo en mi pecho. “Esto pinta muy mal”.

Me acerqué titubeante a la puerta, una plancha metálica de un verde sucio y sin pomo. La empujé con todas mis fuerzas, pero no cedió ni un milímetro.

—¡Eh! —grité, mi voz ronca por el miedo—. ¡Que alguien me abra!

El silencio que siguió fue ensordecedor, roto solo por el zumbido constante de algún motor lejano.

Estaba atrapado. Las preguntas se agolpaban en mi mente: ¿Un secuestro? ¿Una broma macabra? Mi cabeza daba vueltas, buscando desesperadamente una explicación lógica, pero solo encontraba un vacío aterrador. “La vida te da sorpresas”, solía decir mi abuela. Pero esto… esto era cruzar una línea que jamás pensé que existiera.

En una esquina, una vieja cómoda de madera carcomida captó mi atención. Me acerqué con el corazón en un puño y abrí los cajones uno a uno. Vacíos. Todos menos el último. Allí, en el fondo, yacía una fotografía arrugada. La cogí con dedos temblorosos y la examiné bajo la tenue luz.

Era yo. Pero más joven, sonriendo junto a una mujer cuyo rostro me resultaba vagamente familiar. ¿Quién era ella? Y más importante aún, ¿por qué estaba yo aquí?

El pánico, que hasta ahora había mantenido a raya, se desató como una bestia salvaje en mi interior. Tenía que salir de allí. Tenía que entender qué estaba pasando. Empecé a golpear la puerta con los puños, gritando hasta quedarme afónico.

—¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Que alguien me saque de aquí, joder!

De repente, la bombilla parpadeó y se apagó, sumiéndome en una oscuridad total. Me quedé inmóvil, tragando saliva, con el corazón latiendo tan fuerte que temía que se me saliera del pecho. Y entonces lo oí: pasos. Lentos, pesados, acercándose por el pasillo. Se detuvieron justo frente a la puerta.

Un chirrido metálico rompió el silencio. Un hilo de luz se coló por debajo de la puerta. Y entonces, una voz, ronca y distorsionada, susurró:

—¿Ya te has acordado?

Me quedé helado, el miedo paralizándome por completo. ¿Acordarme? ¿De qué? La foto… la mujer… Tenía que haber una conexión. Me esforcé por recordar, por encontrar un resquicio de memoria en la oscuridad de mi mente, pero era inútil. El mareo y el dolor de cabeza me nublaban el pensamiento.

—No… no sé de qué me hablas —contesté, mi voz apenas un susurro tembloroso.

—Mal, muy mal —respondió la voz con un tono que me heló la sangre—. Tendremos que refrescarte la memoria.

La puerta se abrió de golpe, el metal chocando contra la pared con un estruendo que me hizo dar un respingo. Dos siluetas, altas y corpulentas, se recortaron contra la luz del pasillo. No podía verles la cara, pero sus cuerpos emanaban una amenaza palpable. Uno de ellos llevaba algo en la mano, un objeto que brillaba siniestramente.

—¿Quiénes sois? —pregunté, retrocediendo hasta chocar con la pared—. ¿Qué queréis de mí?

—Queremos que recuerdes —dijo uno de ellos, con una voz tan fría como el acero—. Queremos que recuerdes lo que hiciste.

El otro se acercó, alzando el objeto que llevaba. Era una jeringuilla. La aguja brilló con un líquido que parecía fluir por voluntad propia.

—No, por favor… —supliqué, con los ojos desorbitados por el terror—. No sé nada, os lo juro…

—El tiempo se acaba —dijo la voz ronca desde el pasillo—. O recuerdas, o te ayudaremos a recordar. A las malas.

Se abalanzaron sobre mí. Luché, pataleé, grité, pero eran demasiado fuertes. Me inmovilizaron contra el suelo, uno sujetándome los brazos mientras el otro preparaba mi brazo para la inyección.

—Por favor… —gemí, sintiendo el frío metal de la aguja contra mi piel.

—Esto te va a doler —dijo el hombre de la jeringa, con una voz que prometía mucho más que simple dolor físico.

—¿Qué… qué es eso? —pregunté, el terror haciendo que mi voz sonara irreconocible.

—Lo llamamos… el despertador de conciencias —respondió la voz desde el pasillo, con una calma que contrastaba horriblemente con la situación.

Cerré los ojos, rezando para que todo fuera una pesadilla. Tenía que serlo, ¿verdad? Pero el pinchazo de la aguja fue demasiado real. El líquido entró en mis venas como fuego líquido, quemando todo a su paso.

—Ahora… recuerda —susurró uno de ellos cerca de mi oído—. Recuerda…

Y de repente, como si una compuerta se hubiera abierto en mi mente, un torrente de imágenes me inundó. Un accidente. Una cara ensangrentada. Un grito ahogado. La mujer de la foto. Yo, huyendo… La verdad, cruda y terrible, me golpeó con la fuerza de un tren.

—¡No! —grité, abriendo los ojos de par en par—. ¡Ya lo recuerdo todo! ¡Basta! —Mi voz se quebró en un sollozo desesperado.

Las risas, ahora de las tres voces, resonaron en la pequeña habitación, mezclándose con mis gritos de horror. Era solo el principio de mi tormento. El comienzo del infierno que había creado con mis propias manos.

El líquido seguía extendiéndose por mis venas, quemándome por dentro, obligándome a recordar cada detalle, cada instante de aquella fatídica noche. El dolor era insoportable, pero peor aún era la claridad con la que ahora veía mis acciones pasadas.

—Deteneos, por favor… —supliqué entre jadeos—. Ya no hace falta que me hagáis daño. —Las venas me ardían como si estuvieran llenas de ácido.

—¿Parar? —dijo el de la jeringa con una sonrisa macabra—. Aún no hemos empezado. —Y acto seguido me inyectó el resto del líquido.

Los dos hombres me levantaron del suelo como si fuera un muñeco de trapo y me ataron a una silla metálica que apareció de la nada. La luz, antes tenue, se encendió de golpe, revelando la habitación en todo su macabro esplendor. Las paredes, que antes parecían simplemente sucias, ahora mostraban manchas oscuras, casi negras, sobre el verde enfermizo. Parecían salpicaduras de sangre seca. El olor a lejía se mezclaba ahora con un hedor metálico y nauseabundo.

—¿Qué… qué me vais a hacer? —pregunté, con la voz quebrada por el miedo y el dolor.

—Ya te lo hemos dicho. Vamos a ayudarte a recordar —respondió la voz ronca. Ahora podía ver a su dueño: un hombre alto y delgado, vestido con un mono de trabajo manchado de rojo—. Pero no solo recordarás. Vamos a recrear los hechos.

Mis ojos se abrieron con horror al ver que uno de los hombres se acercaba con una caja de herramientas. No eran herramientas comunes. Eran instrumentos de tortura. Sierras, ganchos, cuchillos de diferentes tamaños y formas… todos ellos con un brillo siniestro, como si hubieran sido usados recientemente.

—Ella gritó. Gritó mucho —dijo el hombre del mono, acercándose a mí con una sonrisa cruel—. Igual que tú.

Comenzó a pasar la fría hoja de un bisturí por mi mejilla, apenas rozándome la piel. Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Por favor no me hagáis esto —supliqué, con lágrimas resbalando por mis mejillas—. Haré lo que queráis, pero parad ya.

—Demasiado tarde para arrepentimientos —dijo el otro hombre, el que me había inyectado, mientras encendía una especie de soplete—. Ahora vas a sentir lo mismo que ella.

El calor de la llama se acercó a mi pierna. Cerré los ojos con fuerza, esperando el dolor insoportable.

—¿Recuerdas su cara? —preguntó con un tono sádico el hombre de la voz ronca.

En mi mente, la imagen de la mujer de la foto se hizo más nítida que nunca. Su rostro, antes angelical, ahora aparecía desfigurado por el terror y el dolor. Podía oír sus gritos, sus súplicas… mis propios gritos de ese día.

—Sí… la recuerdo —susurré, con la voz rota—. La recuerdo perfectamente.

—Nos alegramos —dijo el hombre del soplete, apagando la llama y acercándose a mí con una mirada demente—. Porque nosotros también. Y no vamos a dejar que lo olvides jamás.

Y entonces, el verdadero horror comenzó. Mis gritos resonaban en la pequeña habitación, mezclándose con las risas sádicas de mis torturadores. Un dolor inimaginable, físico y emocional, se apoderó de mí. Cada corte, cada quemadura, cada golpe, me recordaba el daño que había causado, el sufrimiento que había infligido. Era una pesadilla hecha realidad, un castigo eterno por mis pecados. Y en el fondo, muy en el fondo, sabía que me lo merecía.

Uno de los hombres alzó su teléfono móvil y grabó en video el macabro espectáculo.

—Quizá si enseñas esto en las redes sociales, alguien se apiade de ti —dijo con sorna.

—¡Basta ya! —supliqué con apenas un hilo de voz—. Acabar conmigo de una vez.

—No, si hiciéramos eso te librarías muy pronto —respondió el hombre de la voz ronca con un gesto detestable en la cara—. Vamos a darte un pequeño descanso, pero volveremos, y cuando regresemos continuaremos donde lo hemos dejado… a no ser que cuando volvamos nos hayas convencido con una buena excusa para perdonarte.

Y con estas palabras los tres salieron de la macabra habitación, dejándome en una oscuridad apenas interrumpida por el zumbido incesante de la bombilla.

Un silencio solo roto por mis jadeos y el tenue parpadeo de la luz. El dolor, ahora un poco más sordo, seguía punzando en cada fibra de mi ser. Me dejaron solo, atado a la silla, en medio de aquella carnicería, para que me pudriera en mi propia culpa. O eso pretendían.

Cerré los ojos, intentando escapar del tormento físico y mental, pero las imágenes seguían ahí, nítidas, imborrables. El accidente. La mujer. Mi huida. Ahora lo recordaba todo con una claridad aterradora, como si estuviera reviviendo cada segundo de aquella noche infernal.

Recuerdo

Conducía demasiado rápido, lo sabía. La lluvia caía a cántaros, dificultando la visibilidad. Había bebido más de la cuenta en la cena de empresa, pero me sentía invencible, estúpido y, lo peor de todo, invulnerable. La radio sonaba a todo volumen, ahogando el ruido del limpiaparabrisas que luchaba por mantener el cristal despejado.

Todo ocurrió en un instante: un golpe seco. Un grito desgarrador. Un cuerpo que voló por los aires, como si desafiara a la gravedad. Frené en seco. El coche patinó y se detuvo en la cuneta, el miedo apoderándose de mí. Me quedé paralizado, incapaz de pensar con claridad.

Entonces la vi. Tendida en el asfalto, bajo la lluvia torrencial, inmóvil. Era ella. La mujer de la foto. La había reconocido al instante: Clara, la esposa de un compañero de trabajo. La había visto en varias fiestas, siempre sonriente y amable. El pánico me invadió. En lugar de bajarme y ayudarla, en lugar de llamar a una ambulancia, hice lo peor que pude hacer: arranqué de nuevo y huí. Marche como un cobarde, dejándola allí, abandonada a su suerte.

Presente

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. El recuerdo, tan vívido, tan real, se mezclaba con el dolor de las heridas. Me lo merecía. Merecía todo lo que me estaba pasando, y más. Pero.…¿por qué esa saña? ¿Por qué la tortura? ¿Qué querían de mí?

Recuerdo

Los días siguientes fueron una agonía interminable. La noticia del accidente salió en todos los periódicos. “Grave accidente deja a mujer abandonada luchando por su vida”. Leía los titulares una y otra vez, sintiendo cómo la culpa me carcomía por dentro. Nunca me presenté ante las autoridades. Nunca confesé.

Clara, según las noticias, había estado debatiéndose entre la vida y la muerte, en coma inducido. Su nombre resonaba en mi mente como un eco aterrador. La noticia de su muerte me golpeó con toda la fuerza de un tren. En la oficina, mi compañero destrozado no vino a trabajar por una temporada. A los pocos meses, yo renuncié. No podía soportar la idea de volver a ver a alguien que conoció a Clara.

La vida continuó su curso, pero yo estaba atrapado en una pesadilla interminable, con el peso de mi cobardía aplastándome día tras día.

Cerré los ojos, tratando de escapar del tormento que me rodeaba. Pero no había escapatoria. La sombra de Clara y el recuerdo de mi traición me perseguían a cada paso. Y en la penumbra de mi mente, sentía que el tiempo se me escapaba, como el agua entre los dedos.

Presente

Un nuevo recuerdo, más borroso que los anteriores, apareció de pronto en mi mente. Una llamada de teléfono. Una voz desconocida, distorsionada.

—“Sabemos lo que hiciste”, me decía. “Prepárate para las consecuencias”.

Colgué, aterrorizado, pensando que era una broma de mal gusto. Cambié de número, de casa, de ciudad.… Traté de olvidar, de empezar de nuevo, pero la sombra de aquella noche me perseguía a donde quiera que fuera.

No era una broma. Me habían encontrado. Y ahora estaba pagando el precio de mi silencio, de mi huida, de mi cobardía. Debía ser el marido de Clara, no cabía duda, por la voz.

Pasaron horas, o quizás días; no lo sabía. El tiempo se había convertido en una masa informe, una interminable sucesión de dolor y recuerdos. Me desmayaba y volvía en mí, una y otra vez. En algún momento, me trajeron agua y un trozo de pan duro. Lo engullí como un animal, sin siquiera pensar en lo que estaba haciendo. Tenía que sobrevivir. Tenía que encontrar una manera de salir de allí.

Cuando la puerta se abrió de nuevo, me encogí en la silla, esperando lo peor. Pero esta vez, solo entró el hombre de la voz ronca. Solo él, sin sus secuaces y sin las herramientas.

—Veo que has estado pensando —dijo, con una voz extrañamente calmada—. ¿Has encontrado ya una buena excusa para que te perdonemos?

Negué con la cabeza, incapaz de articular palabra. Las palabras se me atascaban en la garganta.

—Mal, muy mal —suspiró, acercándose a mí. Pero, en lugar de golpearme o torturarme, se agachó y me desató las manos.

Me froté las muñecas doloridas, sin entender nada.

—Levántate —ordenó él.

Obedecí, con las piernas temblorosas. Me llevó hasta un rincón de la habitación, donde había un espejo de cuerpo entero. Me miré en él y contuve un grito de horror. Mi rostro estaba desfigurado por los golpes, la sangre seca y la hinchazón. Parecía un monstruo.

—Mírate bien —dijo el hombre, señalando mi reflejo—. Porque este es el rostro del remordimiento. El rostro de la culpa.

De repente, sentí un pinchazo en el cuello. Me giré y vi que el hombre me había clavado una jeringuilla. Esta vez, no sentí ningún ardor, pero mi vista comenzó a nublarse y un profundo sopor se apoderó de mí.

—¿Qué… qué me has hecho? —logré preguntar con las pocas fuerzas que me quedaban.

—Digamos que te he dado una pequeña ayuda para que te enfrentes a tus demonios —respondió él, con una sonrisa enigmática—. Esta sustancia te hará ver la verdad. Toda la verdad.

Caí de rodillas, perdiendo el conocimiento. La droga empezó a surtir efecto, y las paredes de la habitación parecieron disolverse a mi alrededor. Ya no estaba allí, en la sala de tortura, sino en una especie de sueño vívido, provocado por la sustancia que me habían inyectado.

Entonces la vi. A Clara. Estaba de pie, a unos metros de mí, bajo una lluvia torrencial. Era ella, pero a la vez no lo era. Su rostro, antes hermoso y sereno, ahora irradiaba una furia fría, casi inhumana. No era la Clara real, lo sabía, sino una proyección de mi propia culpa, una manifestación de mi remordimiento que ahora tomaba forma frente a mí.

¿Hasta dónde puede llegar la culpa? Descubre 'La Habitación Verde', un relato de suspenso psicológico que te hará cuestionar los límites de la mente humana. #SuspensoPsicológico #RelatorCorto

De la oscuridad emergió una figura. Al principio, una sombra indistinta, pero a medida que se acercaba, se volvió nítida y aterradora: era yo. O, mejor dicho, una versión oscura y deformada de mí mismo. Mi “yo” del pasado, el monstruo que había creado con mi cobardía. Este reflejo retorcido caminó hacia Clara y le susurró algo al oído. Ella asintió lentamente, sin apartar su mirada de mí, y entonces mi “yo” oscuro se giró para encararme.

Sus ojos, vacíos y llenos de un odio glacial, se clavaron en los míos. Era una mirada que me juzgaba, que me condenaba por completo. Lo que Clara no lograba expresar con palabras, él lo hacía con esa mirada: rencor, desprecio y una infinita frialdad.

Comenzó a caminar hacia mí. Su paso era lento, pero cada movimiento suyo parecía cargar el aire con un peso que me aplastaba. Mi respiración se volvió irregular, y el miedo creció en mi interior como una marea imparable. Supe en ese momento que mi verdadero tormento iba a comenzar, no físico, sino mental. Una tortura hecha a medida, creada por mi propia mente, alimentada por el remordimiento y la droga que corría por mis venas.

La figura oscura se detuvo frente a mí, a escasos centímetros de mi rostro. Su aliento, gélido como una ráfaga de viento invernal, me golpeó la cara. Podía oler su odio. Podía sentirlo, como si me atravesara.

—¿Creías que podías escapar? —susurró mi yo oscuro, con una voz que era a la vez mía y no lo era, como un eco de ultratumba—. ¿Creías que podías huir de las consecuencias?

Negué con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra. El miedo me había paralizado. Sentía el peso de mis culpas caer sobre mí como una losa imposible de levantar.

—Ella te esperaba —continuó, señalando a Clara, que seguía bajo la lluvia con esa expresión pétrea de furia contenida—. Te esperó durante horas. Horas de agonía. Y tú… tú la dejaste morir.

Cada palabra era una puñalada. Cada sílaba, un recordatorio de mi inhumanidad, de mi cobardía, de mi falta de compasión.

—No… no quise… —balbuceé, tropezando con las palabras, pero mi voz sonó hueca, inservible.

—Las excusas no sirven de nada. Los hechos son los que hablan. Y tus hechos te condenan —dijo mi yo oscuro, con una tranquilidad que resultaba inquietante.

Entonces, extendió una mano y me agarró del cuello. La presión era irreal, como si unos grilletes helados me apretaran la garganta. No podía gritar, ni siquiera respirar.

—Ahora vas a sentir lo que ella sintió —dijo—. Vas a sentir su dolor, su soledad, su miedo. Vas a sentir cómo es morir, lentamente, con la certeza de que nadie vendrá a salvarte.

El aire empezó a faltar, no por el agarre físico, sino por el peso aplastante de mi propia culpa. La imagen de Clara se multiplicó a mi alrededor, como si cientos de rostros me miraran al mismo tiempo. Los gritos, sus gritos, resonaban en mi cabeza, cada vez más fuertes, cada vez más acusadores.

—¡Basta! —quise gritar, pero ningún sonido salió de mi garganta—. ¡Lo siento! ¡Lo siento de verdad!

Mi yo oscuro no se detuvo. Su agarre se hizo más fuerte, y las sombras comenzaron a invadir mi visión. Estaba a punto de perder el conocimiento, de sucumbir al tormento, cuando de repente me soltó y retrocedió.

—Esto no acaba aquí —dijo, su voz reverberando como un trueno dentro de mi cabeza—. Este es solo el principio. Vivirás con esto para siempre. Cada día. Cada hora. Cada minuto. Recordarás lo que hiciste. Y yo estaré allí, en cada sombra, en cada pesadilla, para recordártelo.

La figura oscura se desintegró, fundiéndose con las sombras que la rodeaban. Clara, inmóvil bajo la lluvia, seguía allí. Por primera vez, vi una lágrima caer por su mejilla. No era una lágrima de furia o reproche; era de una tristeza tan profunda que me desgarró por dentro.

—Nunca tendrás paz —dijo finalmente, su voz sonando extrañamente parecida a la del hombre de la voz ronca.

Y con eso, la visión se desvaneció. Abrí los ojos de golpe y me encontré de nuevo en la sala de tortura. Estaba solo. Los hombres ya no estaban, pero la sensación de su presencia, el eco de sus risas sádicas, seguía rondándome como un fantasma.

Pero no estaba verdaderamente solo. La imagen de Clara, el espectro de mi yo oscuro, el eco de sus palabras… todo seguía ahí, grabado a fuego en mi mente. Había escapado de la tortura física, pero solo para caer en una prisión mucho peor: la prisión de mi conciencia.

Mi Condena

Me habían dicho que me darían una oportunidad, que si les daba una buena razón me dejarían en paz. Qué ingenuo fui. Nunca hubo escapatoria. Todo había sido una elaborada tortura mental diseñada para aplastar mi espíritu.

Las jeringuillas, el “despertador de conciencias las figuras oscuras… Todo era un mecanismo retorcido para enfrentarme a la verdad que siempre había tratado de evitar. Porque no existía castigo más cruel que el que yo mismo me infligía.

Me debatía entre la lucidez y la locura, rezando para que la muerte llegara como un alivio. Pero sabía que ni siquiera en la muerte habría descanso. Clara, mi yo oscuro, el peso de mis decisiones… me seguirían a donde fuera.

Esto era mi condena. Una condena que había forjado con mis propias manos al elegir la cobardía sobre la compasión. Viviría el resto de mis días con el fantasma de mis decisiones, cada recuerdo como un puñal en mi mente. Y ese, lo sabía, era el peor castigo de todos.

Un castigo del que nunca podría escapar. Ni siquiera con la muerte. Un castigo eterno.


Descubre más desde Relatando.com

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.