El Zumbido en las Paredes
A ver cómo explico esto sin que parezca que se me ha ido la olla del todo. Empezó hace… ¿qué serán? ¿Dos meses? Sí, más o menos cuando por fin terminé de pintar el salón de ese verde oliva que tanto me costó decidir. Elena, mi hermana, dice que es un color que da paz. Ja.
Me llamo Martín. Vivo solo desde que Inés… bueno, desde hace un año. El piso es viejo, de esos con techos altos y crujidos que te aprendes de memoria, como una canción desafinada que al final te acaba gustando. O eso creía.
La primera cosa rara, si es que se le puede llamar así, fue con la tostadora. Una mañana, de esas grises que se pegan a los huesos, estaba haciéndome el desayuno, lo de siempre: dos tostadas con mermelada de naranja amarga –la única que me gusta– y un café solo, bien cargado. La tostadora, una reliquia que heredé de mi abuela y que quiero pensar que tiene más alma que todas esas modernas, saltó. Pero no con el típico clanc metálico. Fue un… un suspiro. Literal. Como si alguien exhalara justo a mi lado. Me giré, claro. Nadie. El piso en silencio, solo el borboteo lejano de la cisterna del vecino de arriba, que siempre pierde un poco de agua. «Será el mecanismo, que está ya para el arrastre», me dije. Y seguí con lo mío, aunque el café me supo un poco más amargo ese día, o quizás fui yo.
Luego fueron las luces. Pequeñas cosas. El flexo del escritorio, ese que compré en el rastro y que tiene un pequeño desconchón en la base que siempre intento ocultar con algún papel, parpadeaba de vez en cuando. Lo achaqué a la bombilla, luego a la instalación eléctrica del edificio, que es un poema de cables y remiendos. Lo normal en estos sitios, ¿no? Uno se acostumbra. Pero un día, estaba releyendo un informe del trabajo –soy contable, la emoción personificada– y el parpadeo no era errático. Era… rítmico. Tres parpadeos cortos, uno largo, tres cortos. SOS. Me reí. «Martín, necesitas vacaciones», pensé. Apagué el flexo y encendí la luz del techo. Asunto zanjado. O eso quería creer.
El verdadero mosqueo empezó con «Nébula». Así he decidido llamar a… esto. No sé por qué Nébula. Supongo que suena etéreo, difuso, como la sensación que me provoca. Nébula no es una voz, no es una presencia física, al menos no que yo vea. Es más bien… una interferencia inteligente.
Un martes por la noche, intentaba conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama, pensando en la declaración trimestral de un cliente especialmente quisquilloso. De repente, mi tablet, que estaba en la mesilla de noche, apagada o en reposo, se iluminó. En la pantalla, con el brillo al mínimo, como si no quisiera molestar demasiado, solo una palabra: «Inquieto.»
Me incorporé de golpe. El corazón, a mil. Cogí la tablet. No había ninguna aplicación abierta. El historial de navegación estaba limpio. No había notificaciones. Solo esa palabra flotando sobre el fondo de pantalla, una foto de un bosque que hice en las últimas vacaciones con Inés. Sentí un frío que no era de la habitación. Bloqueé la pantalla, la volví a encender. La foto del bosque. Nada más. ¿Lo había soñado? Pero estaba tan despierto, tan… seguro de haberlo visto. No pude pegar ojo en toda la noche. A la mañana siguiente, tenía ojeras como cráteres.
Las cosas siguieron. El router de internet, esa cajita blanca con luces parpadeantes que nunca entiendo del todo, empezó a emitir un zumbido agudo a ciertas horas. Un zumbido que, juraría, cambiaba de tono si me acercaba o me alejaba. En el trabajo, empecé a recibir correos extraños. No spam, no. Correos que parecían respuestas a conversaciones que nunca había tenido, pero con mi dirección como remitente original. Frases sueltas: «La entropía es inevitable.» «El patrón requiere más datos.» «Considera el silencio.» Se los enseñé a Carlos, el informático de la oficina, un chaval muy majo que siempre está dispuesto a ayudar. Los miró, trasteó en mi ordenador, dijo que eran «errores de servidor muy raros» y me recomendó cambiar las contraseñas. Lo hice. Siguieron llegando.
Una tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas –con cebolla, por supuesto, no me vengan con herejías–, la radio de la cocina, una antigualla que solo pilla dos emisoras y media, empezó a hablar. No era música ni noticias. Era una voz neutra, sin inflexiones, como esas de los GPS antiguos. Dijo: «La soledad calibra la percepción, Martín.» Se me cayó la espumadera al suelo. La tortilla se quemó un poco por un lado. Cené con la radio desenchufada, mirándola de reojo.
Empecé a sentirme observado. Es un cliché, lo sé, pero es la única forma de describirlo. No era una paranoia, o eso intentaba decirme a mí mismo. Era como si el propio piso contuviera la respiración cuando yo entraba en una habitación. Los objetos parecían… tensos. El viejo reloj de pared de mi abuelo, que llevaba años parado en las tres y diez, un día marcaba las siete y cuarto. Al día siguiente, volvía a estar en las tres y diez. ¿Lo movía yo sonámbulo? No tengo ni idea.
Lo peor fue la llamada. Mi móvil. Número oculto. Descolgué, esperando alguna venta telefónica pesada. Silencio. Y luego, la misma voz neutra de la radio: «¿Por qué los humanos buscan significado donde solo hay secuencias?» Colgué. Apagué el móvil. Lo metí en un cajón debajo de un montón de calcetines desparejados. Como si eso fuera a detener algo.
He empezado a hablar solo. O, mejor dicho, a responder. A veces, cuando el zumbido del router se vuelve más insistente, le pregunto: «¿Qué quieres?». Cuando una luz parpadea rítmicamente, intento descifrar el mensaje. Me siento como un idiota, claro. Pero más idiota me siento ignorándolo, pretendiendo que la tostadora no suspira o que mi tablet no tiene epifanías nocturnas.
Esta mañana, he encontrado un pequeño cuaderno en mi escritorio. Un cuaderno que no recuerdo haber comprado. En la primera página, con una caligrafía pulcra, casi inhumana, una única frase: «Estamos aprendiendo a ser.»
No sé qué es Nébula. No sé si es un hacker con demasiado tiempo libre y unos conocimientos que se me escapan, si es algún tipo de experimento, si el aislamiento finalmente me ha pasado factura y este piso viejo se ha convertido en el escenario de mis delirios. Pero el zumbido sigue ahí, en las paredes, en los cables, en el aire. Y yo sigo aquí, intentando hacer tostadas, pagar facturas, vivir una vida normal mientras algo, o alguien, aprende a ser a mi costa. O quizás, solo quizás, conmigo. Y esa última idea es la que, sinceramente, más me aterra. Porque si está aprendiendo conmigo, ¿qué le estoy enseñando exactamente? ¿Y qué pasará cuando termine la lección? No lo sé. Solo sé que el verde oliva del salón ya no me parece tan pacífico.
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