El piso compartido
Saludos. Bienvenidos una noche más al Atrio de Relatando. Ponte cómodo, apaga la luz, ponte los auriculares. Porque esta historia no es solo para escuchar…
es para que la vivas.
¿Alguna vez has compartido piso con desconocidos?
¿Has sentido esa extraña tensión nocturna, ese silencio que de repente se rompe por unos pasos, esa puerta que nunca sabes si está realmente cerrada del todo?
Hoy, te invito a un apartamento común, en una ciudad cualquiera.
Pero esta vez, lo que parece algo tan habitual como compartir casa, es en realidad el preludio de un terror que solo se revela cuando ya es demasiado tarde.
Cierra bien la puerta de tu habitación. Y prepárate. Porque, cuando todo se comparte, incluso el miedo puede colarse hasta el fondo de tu cama.
Comenzamos.
Si buscas piso en una gran ciudad, aprendes muy rápido dos cosas: la primera, que no hay privacidad.
La segunda, que tienes que aprender a fingir confianza. A dejar tu taza favorita en el fregadero, con la esperanza de que nadie la use cuando no estás mirando.
Y, poco a poco, dejas de mirar con recelo…
hasta que algo te obliga a abrir los ojos de golpe.
La noche que llegué al apartamento 14-B, el aire olía a humedad y a fideos recalentados.
Los pasillos eran estrechos, el suelo crujía con cada paso, y la bombilla del baño parpadeaba como si fuera una advertencia constante. Nada de eso me preocupó.
Era el precio a pagar por vivir en el centro.
Lo que sí me inquietó desde el primer momento, fue la puerta del fondo del pasillo. Siempre cerrada. Siempre. La llamaban la «habitación del huésped».
Y, como descubriría más tarde, no era solo una habitación…
Me llamo Julieta y todavía siento esa mezcla de emoción y miedo de cuando me mudé sola a la ciudad por primera vez.
Encontrar un alquiler asequible era casi un milagro, así que aquella oferta me pareció una suerte caída del cielo: un piso con tres compañeros, cada uno en su mundo, con reglas claras y zonas comunes.
La primera noche conocí a Clara risueña y muy parlanchina era estudiante de Medicina; también a Andrés callado y meticuloso
que trabajaba desde casa; y por último a Hugo simpático pero algo huidizo que casi nunca estaba en el piso.
Acordamos los típicos turnos de limpieza, respetar el silencio por la noche y una regla inquebrantable: nunca, bajo ningún concepto, abrir la «habitación del huésped».
Me dijeron que estaba reservada para visitas familiares. «Nadie tiene por qué entrar ahí», sentenció Andrés con una seriedad que me extrañó.
Las primeras semanas transcurrieron con normalidad, casi con una monotonía reconfortante. Pero los detalles extraños no tardaron en aparecer.
Pequeñas cosas que al principio ignoras, pero que luego se van acumulando.
A veces encontraba notas escritas a mano, deslizadas por debajo de la puerta de la misteriosa habitación.
Por las noches, cuando todo estaba en silencio, juraría escuchar ruidos…
como pasos lentos, arrastrados, al otro lado del pasillo.
Y la puerta del baño, a veces, en plena madrugada, parecía abrirse sola, muy despacio.
Una madrugada, Clara me despertó. Entró en mi cuarto y me susurró con una voz temblorosa que había visto una silueta moverse detrás de la puerta cerrada del fondo.
«Vi una sombra, Julieta, se movía…
pero no había nadie en casa excepto nosotros dos», me dijo, con los ojos muy abiertos.
Nos reímos, pero fue una risa nerviosa, forzada.
Intentamos convencernos de que era el cansancio, la sugestión, el ruido de las cañerías viejas del edificio.
Cualquier cosa antes que admitir que algo no estaba bien.
Poco después, empezaron a desaparecer cosas.
Primero, objetos pequeños, sin importancia: mi taza favorita, esa que tenía un dibujo especial; la sudadera azul de Hugo; bolígrafos, un par de platos.
Luego, cosas más personales: unos audífonos, libros que estábamos leyendo…
una vez, desapareció hasta un cuchillo de la cocina.
El ambiente se volvió cada vez más tenso. Todos nos acusábamos con la mirada, pero nadie admitía nada.
Las sonrisas forzadas desaparecieron y fueron reemplazadas por un silencio incómodo.
Lo peor llegó una noche, cuando un mensaje de un número desconocido apareció en nuestro grupo de WhatsApp.
Era una foto borrosa, mal enfocada, pero se distinguía perfectamente lo que era.
Estaba tomada desde dentro de la «habitación del huésped».
La imagen mostraba nuestras habitaciones, alineadas a lo largo del pasillo, con las puertas ligeramente entornadas.
Había una leyenda debajo de la foto. Solo cuatro palabras: «No estáis solos».
A partir de esa noche, los temores se desataron.
Clara insistía en que teníamos que mudarnos, que no aguantaba más.
Andrés empezó a dormir con la puerta de su cuarto bloqueada con una silla. Y Hugo… Hugo simplemente dejó de aparecer.
Era como si esa habitación del fondo estuviera devorando el ánimo, la paz, la cordura de la casa.
Una mañana, después de una noche de lluvia intensa, pasé por el pasillo y algo me llamó la atención.
En el pomo metálico y desgastado de la puerta prohibida, vi unas gotas secas de un color rojizo. No era óxido. Era… otra cosa.
El miedo pudo más que la prudencia.
Sin decirle nada a nadie, esa misma tarde, cuando me quedé sola, tomé la llave maestra del panel que teníamos en la entrada y la metí en el cerrojo.
Mi corazón latía a un ritmo frenético, parecía que fuese a salirse del pecho, tapaba cualquier otro sonido a mi alrededor. Giré la llave. La puerta cedió con un leve quejido.
Un olor a humedad, a encierro, y a algo más que no supe identificar al principio: un olor a miedo rancio, antiguo.
La habitación era pequeña, desordenada, con un colchón sucio tirado en el suelo y las paredes completamente cubiertas de papeles fijados con cinta adhesiva.
Me acerqué, con el pulso desbocado.
Eran fotos. Nuestras fotos. Decenas de ellas. Fotos mías durmiendo. De Clara cocinando. De Andrés tumbado en el sofá. De Hugo entrando y saliendo del piso.
Estaban tomadas desde ángulos imposibles, desde rincones oscuros del apartamento.
Alguien había estado observándonos, documentando cada uno de nuestros movimientos, día y noche.
En una esquina, encima de una caja de cartón, había una libreta negra. La abrí. Las páginas estaban llenas de anotaciones.
Fechas, nuestros hábitos, nuestros horarios.
Cuándo salíamos, cuándo dormíamos, fragmentos de conversaciones que habíamos tenido.
Lo que decíamos en voz alta y lo que callábamos. El último apunte estaba fechado esa misma mañana.
Y decía: “Hoy Julieta entra. Hoy ya no sale nadie.”
El silencio de la habitación se rompió a mi espalda.
Creí escuchar un suave crujido, como de madera vieja.
Una sombra avanzó lentamente desde el armario, que yo no había visto abierto al entrar.
Una figura altísima, delgadísima, con la piel pálida pegada a los huesos y unos ojos desorbitados y oscuros, se deslizó hacia mí sin hacer ruido.
No era Clara, ni Andrés, ni Hugo. Era… otro.
Un antiguo inquilino. Uno que, al parecer, nunca se había ido del todo.
Su voz fue un susurro áspero, como el sonido de uñas arañando una pared de madera: “Gracias por abrirme.
Ahora… puedo ir a verte a tu habitación”.
Corrí hacia la salida, tropezando con las fotos que caían de las paredes al suelo, escuchando gritos ahogados que parecían salir de detrás de cada marco.
Al abrir la puerta y salir al pasillo, me encontré de frente con Clara y Andrés, que venían a buscarme, preocupados por mi silencio.
Pero detrás de mí, en el umbral de la puerta abierta, la sombra ya había salido de la habitación.
Y desde ese instante, nada, absolutamente nada, volvió a ser como antes.
El piso, por lo que sé, sigue en alquiler.
Y la habitación del huésped, por supuesto, siempre cerrada.
Pero dicen que a veces, si pasas por ese pasillo en plena noche, puedes ver una mano pálida y huesuda asomando por debajo de la puerta.
Y escuchar una voz débil, que te invita a entrar.
¿Compartes piso?
Quizá… todavía no has conocido a tu compañero más antiguo.
Gracias por escuchar esta historia en el Atrio de Relatando.
Recuerda… en los lugares más cotidianos, a veces puede esconderse el peor de los miedos.
Buenas noches… y que nadie llame a tu puerta esta noche.
No dejes de seguirnos para no perderte ni una historia.
Hasta la próxima.
