La barca y la niebla

La barca y la niebla

Era un día soleado y tranquilo, perfecto para una excursión en barca. Cuatro amigos, Pablo, Marta, Luis y Ana, habían alquilado una pequeña embarcación para navegar por la costa y disfrutar del paisaje. Llevaban comida, bebida, música y ganas de pasarlo bien.

—¿No es esto maravilloso? —dijo Marta, mirando el horizonte—. El mar, el cielo, la brisa… Me siento tan relajada.

—Y yo tan feliz —dijo Pablo, abrazándola por detrás—. Te quiero, Marta.

—Yo también te quiero, Pablo —dijo Marta, dándole un beso.

—Qué bonito es el amor —dijo Luis, burlón—. Pero no se os olvide que no estáis solos. Aquí también estamos Ana y yo, que somos vuestros amigos, no vuestros espectadores.

—Tranquilo, Luis, que no vamos a hacer nada que os incomode —dijo Pablo, riendo—. Además, vosotros también podéis aprovechar el momento. ¿Verdad, Ana?

—Sí, claro —dijo Ana, forzando una sonrisa—. Es un día precioso.

Ana miró a Luis, esperando que él le dijera algo. Llevaban meses saliendo, pero él no parecía muy interesado en ella. Siempre estaba de broma, o distraído, o mirando el móvil. Ana se sentía sola e insatisfecha, pero no sabía cómo decírselo.

—Oye, ¿y si nos acercamos a esa isla? —dijo Luis, señalando una pequeña masa de tierra que se veía a lo lejos—. Parece que hay una playa y unas ruinas. Podría ser divertido explorarla.

—No sé, Luis, creo que no deberíamos alejarnos demasiado de la costa —dijo Ana, preocupada—. Además, no sabemos si esa isla es privada o si tiene algún peligro.

—Venga, Ana, no seas aguafiestas —dijo Luis, impaciente—. Solo será un rato, y luego volvemos. ¿Qué puede pasar?

—¿Qué puede pasar? —repitió Ana, con un mal presentimiento—. No lo sé, Luis, no lo sé. Pero algo me dice que no es una buena idea.

Luis no le hizo caso, y puso en marcha el motor. Dirigió la barca hacia la isla, sin escuchar las protestas de Ana. Los demás se acomodaron en sus asientos, y se prepararon para el viaje. Ana suspiró, resignada. Esperaba que Luis tuviera razón, y que no pasara nada.

Pero se equivocaba.

A medida que se acercaban a la isla, el cielo se fue nublando, y una espesa niebla se fue formando sobre el mar. La visibilidad se redujo, y la temperatura bajó. Los amigos empezaron a sentir un escalofrío.

—¿Qué pasa? ¿Por qué hace tanto frío? —preguntó Marta, abrigándose con una chaqueta.

—No lo sé, debe ser por la niebla —dijo Pablo, mirando a su alrededor—. No veo nada. ¿Dónde está la isla?

—Debería estar cerca, según el GPS —dijo Luis, consultando su móvil—. Pero no la veo. Esto es muy raro.

—¿Y si damos la vuelta? —sugirió Ana, nerviosa—. No me gusta esto. Me da mala espina.

—No podemos dar la vuelta —dijo Luis, frunciendo el ceño—. El motor se ha parado. No funciona.

—¿Qué? ¿Cómo que no funciona? —preguntó Pablo, alarmado—. ¿Qué vamos a hacer?

—No sé, no sé —dijo Luis, intentando arrancar el motor—. Esto no tiene sentido. Antes funcionaba perfectamente.

—¿Y si pedimos ayuda? —dijo Marta, asustada—. ¿Alguien tiene cobertura?

—Yo no —dijo Pablo, mirando su móvil—. No tengo señal.

—Yo tampoco —dijo Ana, haciendo lo mismo.

—Ni yo —dijo Luis, resignado.

—Estamos atrapados —dijo Marta, al borde del llanto—. Estamos atrapados en medio de la niebla, sin motor, sin cobertura, sin nadie que nos ayude.

—Tranquila, Marta, tranquila —dijo Pablo, abrazándola—. No te pongas así. Seguro que encontramos una solución. No estamos solos. Estamos juntos.

—Sí, estamos juntos —dijo Ana, intentando animarla—. Y somos fuertes. No vamos a rendirnos. Alguien nos encontrará. Solo tenemos que esperar.

—Esperar… —repitió Luis, mirando el horizonte—. Esperar a qué. A que se disipe la niebla. A que venga alguien. A que pase algo.

Pero no pasó nada.

O al menos, nada bueno.

Pasaron las horas, y la niebla no se disipó. Nadie vino. Nada cambió.

Excepto el miedo.

El miedo se fue apoderando de ellos, poco a poco, sin que se dieran cuenta. El miedo a lo desconocido, a lo inesperado, a lo que podía estar acechando en la niebla. El miedo a morir, a sufrir, a perderse. El miedo a sí mismos, a sus pensamientos, a sus emociones.

El miedo los fue consumiendo, hasta que ya no pudieron más.

Entonces, empezaron a ocurrir cosas.

Cosas que no tenían explicación.

Cosas que no deberían haber ocurrido.

Cosas que los llevaron a la locura.

La primera en desaparecer fue Marta.

Estaba sentada junto a Pablo, abrazada a él, cuando oyó un ruido extraño. Era como un susurro, una voz que la llamaba desde la niebla.

—Marta… Marta…

Marta se separó de Pablo, y miró hacia el origen del sonido.

—¿Qué pasa, Marta? —le preguntó Pablo, extrañado.

—¿No oyes eso? —le dijo Marta, asombrada—. Es una voz. Una voz que me llama.

—¿Una voz? ¿Qué voz? —le dijo Pablo, confundido.

—No sé, no sé —le dijo Marta, hipnotizada—. Pero tengo que ir. Tengo que ver quién es.

Marta se levantó, y caminó hacia la proa de la barca. Pablo la siguió, preocupado.

—Marta, espera, no vayas —le dijo Pablo, agarrándola del brazo—. No sabes lo que hay ahí. Puede ser peligroso.

—No, no es peligroso —le dijo Marta, soltándose—. Es alguien que me conoce. Alguien que me quiere. Alguien que me espera.

Marta saltó de la barca, y se sumergió en la niebla. Pablo se quedó paralizado, sin poder creer lo que acababa de pasar.

—¡Marta! ¡Marta! —gritó Pablo, desesperado—. ¡Vuelve! ¡No te vayas!

Pero Marta no volvió.

Nunca más.

Pablo se quedó solo, llorando.

Ana y Luis se quedaron solos, mirando.

Se miraron, y se preguntaron.

¿Quién era esa voz?

¿Qué quería de Marta?

¿Qué le había hecho?

¿Qué les haría a ellos?

No lo sabían.

No querían saberlo.

Pero lo sabrían.

Pronto lo sabrían.

El siguiente en desaparecer fue Luis.

Estaba sentado junto a Ana, mirando el mar, cuando sintió un golpe en la barca. Era como si algo hubiera chocado contra ella.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Luis, sobresaltado.

—No lo sé, no lo sé —dijo Ana, asustada—. Algo ha golpeado la barca.

—¿Algo? ¿Qué algo? —preguntó Luis, nervioso.

—No sé, no sé —dijo Ana, temblando—. Pero no me gusta. No me gusta nada.

Luis se levantó, y se asomó al borde de la barca. Quería ver qué había debajo del agua. Quizá fuera un pez, o una roca, o un trozo de madera.

Pero no era nada

Pero no era nada de eso.

Era algo mucho peor.

Era una mano.

Una mano pálida y huesuda, que emergió de las profundidades y agarró a Luis por el tobillo. Luis sintió un dolor agudo, y una fuerza irresistible que lo arrastraba hacia abajo.

—¡Aaaah! ¡Aaaah! —gritó Luis, aterrado—. ¡Socorro! ¡Socorro!

Ana se giró, y vio la escena. Vio la mano que sujetaba a Luis, y la sangre que manaba de su herida. Vio la cara de Luis, desencajada por el pánico. Vio el terror en sus ojos.

—¡Luis! ¡Luis! —gritó Ana, horrorizada—. ¡No! ¡No!

Ana se lanzó hacia Luis, y trató de ayudarlo. Intentó soltar la mano que lo retenía, pero era inútil. La mano era demasiado fuerte, y no se soltaba. Ana tiró de Luis, pero solo consiguió que la mano lo hundiera más.

—¡Ana! ¡Ana! —gritó Luis, desesperado—. ¡No me dejes! ¡No me dejes!

—¡No te dejaré! ¡No te dejaré! —gritó Ana, llorando—. ¡Te salvaré! ¡Te salvaré!

Pero no lo salvó.

Nadie lo salvó.

La mano se llevó a Luis al fondo del mar, y lo devoró sin piedad.

Ana se quedó sola, sollozando.

Pablo se quedó solo, llorando.

Los dos se miraron, y se abrazaron.

Se abrazaron con fuerza, como si fuera lo único que les quedaba.

Pero no les quedaba nada.

Solo les quedaba el miedo.

El miedo y la niebla.

La niebla que los envolvía, que los aislaba, que los acechaba.

La niebla que los ocultaba.

La niebla que los esperaba.

La niebla que los mataría.

Pero antes de que eso ocurriera, la niebla les hizo ver cosas.

Cosas que no eran reales.

Cosas que los torturaron.

Cosas que los enloquecieron.

La primera en ver cosas fue Ana.

Estaba abrazada a Pablo, cuando oyó una risa. Era una risa burlona y cruel, que venía de la niebla.

—Ana… Ana…

Ana se separó de Pablo, y miró hacia el origen del sonido.

—¿Qué pasa, Ana? —le preguntó Pablo, extrañado.

—¿No oyes eso? —le dijo Ana, aterrada—. Es una risa. Una risa que me llama.

—¿Una risa? ¿Qué risa? —le dijo Pablo, confundido.

—No sé, no sé —le dijo Ana, temblando—. Pero tengo que ir. Tengo que ver quién es.

Ana se levantó, y caminó hacia la popa de la barca. Pablo la siguió, preocupado.

—Ana, espera, no vayas —le dijo Pablo, agarrándola del brazo—. No sabes lo que hay ahí. Puede ser peligroso.

—No, no es peligroso —le dijo Ana, soltándose—. Es alguien que me conoce. Alguien que me odia. Alguien que me culpa.

Ana saltó de la barca, y se sumergió en la niebla. Pablo se quedó paralizado, sin poder creer lo que acababa de pasar.

—¡Ana! ¡Ana! —gritó Pablo, desesperado—. ¡Vuelve! ¡No te vayas!

Pero Ana no volvió.

Nunca más.

Pablo se quedó solo, llorando.

Se quedó solo, y se preguntó.

¿Quién era esa risa?

¿Qué quería de Ana?

¿Qué le había hecho?

¿Qué le haría a él?

No lo sabía.

No quería saberlo.

Pero lo sabría.

Pronto lo sabría.

El último en ver cosas fue Pablo.

Estaba sentado en la barca, mirando el vacío, cuando oyó un llanto. Era un llanto desgarrador y triste, que venía de la niebla.

—Pablo… Pablo…

Pablo se levantó, y miró hacia el origen del sonido.

—¿Qué pasa, Pablo? —se preguntó a sí mismo, extrañado.

—¿No oyes eso? —se dijo Pablo, angustiado—. Es un llanto. Un llanto que me llama.

—¿Un llanto? ¿Qué llanto? —se dijo Pablo, confundido.

—No sé, no sé —se dijo Pablo, desesperado—. Pero tengo que ir. Tengo que ver quién es.

Pablo caminó hacia el centro de la barca, donde había una escotilla que daba al compartimento de carga. Pablo la abrió, y se asomó.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó Pablo, esperanzado.

—Sí, sí —respondió una voz, débil—. Soy yo. Soy Marta.

Pablo no podía creerlo. Era Marta, su novia, la que había desaparecido en la niebla. La que había muerto en la niebla.

—¿Marta? ¿Marta? —dijo Pablo, emocionado—. ¿Eres tú? ¿Estás viva?

—Sí, sí —dijo Marta, llorando—. Estoy viva. Estoy aquí. Ven a buscarme. Ven a salvarme.

Pablo no lo dudó. Se metió en la escotilla, y bajó al compartimento de carga. Allí estaba Marta, tumbada en el suelo, cubierta de sangre y heridas. Pablo se acercó a ella, y la abrazó.

¿Te gustan las historias de terror y misterio que te hacen sentir escalofríos? Entonces no te pierdas “La barca y la niebla”, un relato que narra la terrible experiencia de cuatro amigos que se encuentran con un horror primigenio en una excursión en barca. Un relato que te hará cuestionar tu realidad y tu cordura.

—Marta, Marta —dijo Pablo, aliviado—. Te he encontrado. Te he salvado.

—Pablo, Pablo —dijo Marta, agradecida—. Me has encontrado. Me has salvado.

Pablo y Marta se besaron, y se miraron a los ojos.

Se miraron, y se dieron cuenta.

No eran ellos.

No eran reales.

Eran ilusiones.

Ilusiones creadas por la niebla.

La niebla que los engañaba.

La niebla que los burlaba.

La niebla que los mataba.

Pero ya era tarde.

Demasiado tarde.

La escotilla se cerró, y los atrapó.

El compartimento se llenó de agua, y los ahogó.

La niebla se disipó, y los olvidó.

Nadie los recordó.

Nadie los lloró.

Nadie los encontró.

Solo quedó la barca.

La barca vacía.

La barca maldita.

La barca que esperaba.

Esperaba a sus próximas víctimas.

Esperaba a sus próximos juguetes.

Esperaba a sus próximos alimentos.

Esperaba a la niebla.

La niebla que lo envolvía todo.

La niebla que lo ocultaba todo.

La niebla que lo devoraba todo.

La niebla del horror.

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