El Coleccionista de Miedos: Un Thriller Psicológico Escalofriante
La ciudad… mi coto privado, un laberinto brillante y oscuro donde cazo a mis presas. Me alimento del miedo, ese fogonazo animal que les salta en los ojos justo antes de apagarse, cuando se saben perdidos. Mis agentes… meros peones en mi juego, sabuesos torpes siguiendo un rastro que yo mismo diluyo, una y otra vez. Mis equipos enloquecidos con sus mapas y sus perfiles psicológicos… me dan una risa helada, sorda, aquí en mi despacho. No me llegan ni a la suela de los zapatos. Creen que me están buscando fuera, y la verdad es que estoy justo aquí, al mando de todo este circo.
La bailarina fue mi primera obra pública. La estuve observando semanas desde la ventana de mi coche patrulla “de incógnito”, en el parque, ese descampado a la vista de todos, rodeado de árboles que parecían cómplices, susurrando secretos al viento. Ella a lo suyo, ensayando bajo la luna llena, con sus movimientos tan bonitos como predecibles. Me aprendí su rutina de memoria, cada paso, cada pirueta, hasta las cancioncillas pop insustanciales que escuchaba absorta con sus cascos inalámbricos. Me volví su sombra, el crujido de las hojas secas bajo sus pies, y también algo más, una presencia constante en las sombras de su mundo, aunque ella no lo supiera aún. Una noche, la esperé en el callejón oscuro y estrecho que usaba de atajo, un lugar que conocía bien de viejas rondas nocturnas. El pestazo a basura y humedad, tan familiar en esta ciudad, se mezcló con su perfume de flores dulzonas, una ironía cruel. La música que se le escapaba de los cascos, una cancioncilla pop pegadiza, fue la banda sonora involuntaria de su último baile en este mundo. Cuando me vio, su cara fue un poema, el terror puro pintado en cada rasgo a la luz de la farola parpadeante. Los ojos como platos, la boca abierta en un grito mudo… una obra de arte irrepetible. La dejé allí tirada, como una muñeca rota olvidada en un rincón, su cuerpo de gacela convertido en un saco inerte, despojada ya de la gracia que tanto me había fascinado. Una nota entre sus dedos de hielo, escrita con mi propia sangre, recién sacada de un corte limpio en mi dedo: «La función acaba de empezar». Tenía que dejar mi firma, darles una pista, pero una falsa, por supuesto.
El pánico que se desató fue música celestial para mis oídos, aquí, en mi cómodo despacho de la central. Veía a misagentes, desquiciados, corriendo de un lado a otro como pollos sin cabeza. Balbuceaban sobre rituales, sobre un loco suelto, mientras yo presidía las reuniones informativas, escuchando mis propios detectives divagar sobre perfiles psicológicos absurdos y pistas falsas que yo mismo me había encargado de sembrar. Yo me movía entre ellos, en el parque, en comisaría, con mi mejor cara de preocupación, sintiendo cómo el miedo colectivo me recorría como electricidad pura. Soy un espectro, un fallo en su sistema, la pieza que no encaja en su maldito puzzle, y ellos, tan ciegos, tan previsibles…
El banquero, un tipo hecho de números y poder, tan fácil de predecir como la bailarina. Su ático, un santuario de lujo y postureo en lo alto de la ciudad, con vistas a la ciudad que se creía suya, y que yo, desde mi posición, sé que es mía en realidad. Me colé como un mindundi de mantenimiento, uniforme gris, gorra calada, caja de herramientas en mano. Nadie sospecha jamás del fantasma invisible, del hombre que está justo delante de sus narices, especialmente si ese hombre soy yo. Lo encontré en su despacho acristalado, rodeado de pantallas con gráficas obscenamente verdes, ajeno a todo, engolfado en su burbuja de poder. Lo até a su silla giratoria con cinta americana plateada, un toque de humor negro que seguramente no apreciaría. Su propia caja fuerte, un monstruo de acero que custodiaba su avaricia, se convirtió en su jaula, su tumba anticipada. Billete tras billete, lo cubrí con su amado dinero, ese papel que para él era la vida misma, ahogándolo en su propia codicia. «¿Cuánto vale tu vida ahora?», le susurré al oído, gozando de su mirada vidriosa, del tembleque de su cuerpo patético, con el sudor frío empapando su ridícula camisa de seda. Le dejé una calculadora vieja en el regazo, con un único número iluminado en la pantalla: «0». Y debajo, para que no quedaran dudas, en un trozo de papel arrancado de un extracto bancario: «Es la hora de saldar cuentas». Tenía que seguir jugando, dejando migas de pan, despistándolos aún más.
La ciudad, un avispero en llamas, un hormiguero aterrorizado. «El Coleccionista de Miedos», así me bautizaron los medios, un nombre que me va como anillo al dedo. Colecciono instantes, miradas, el último aliento agónico de mis víctimas. Desde mi despacho, veo cómo mis patrullas recorren las calles vacías, cómo la policía, cada vez más perdida, revisaba cámaras de seguridad, interrogaba a cualquiera que pillaban por la calle, siguiendo mis propias directrices, por supuesto. Patético. No entienden nada. Soy como humo, me cuelo por cualquier rendija, me esfumo en la niebla, estoy en todas partes y en ninguna.
La jueza, la santísima justicia, tan fría, tan segura de sí misma, tan ciega en su pedestal de poder. Su juzgado, un templo solemne, vacío y fantasmal por las noches, con olor rancio a madera vieja y a leyes trasnochadas. Me infiltré de noche, con las llaves maestras que siempre llevo conmigo y la calma paciente de un depredador en su territorio. Me vestí con una de las togas de su vestuario, un trapo pesado que apestaba a poder vacío y a sentencias injustas. Cuando entró ella, al amanecer, para impartir su ley, la sorprendí sentado en su propio estrado, la figura de autoridad usurpada, yo en su trono. «Hoy, la que va a ser juzgada es usted», le solté con una voz impostada que resonó con ecos teatrales en la sala vacía. Su cara de palo de siempre, ese rostro granítico, se descompuso en una máscara de terror puro, tan frágil al final como cualquiera. La até a su propia silla, con las esposas relucientes que tantas veces había mandado poner a otros desgraciados. El mazo de jueza, símbolo grotesco de su poderío, lo dejé cuidadosamente a su lado, con una frase grabada a cuchillo en la madera noble: «Silencio en la sala, puñetas». Otro mensaje, otra pista falsa para mis hombres.
El caos ya era total, justo como quería. Toques de queda, calles desiertas, el miedo pegajoso en el ambiente, la ciudad paralizada por mi voluntad. La ciudad, mi ciudad, se consumía bajo mi sombra, bajo mi control absoluto. Y yo, desde mi guarida secreta, un ático abandonado con vistas directas a la central de policía, mi centro de operaciones, observaba el despliegue policial febril, la histeria en los informativos, escuchando las sirenas aullar a mi antojo, con una sonrisa helada, cínica. Ellos corren despavoridos en círculos, yo planeo tranquilo, desde las alturas, como un halcón invisible. Soy el depredador, ellos… mi cena fácil.
La detective… Elena. Ella es distinta, lo admito, la única que intuye algo. La llevo observando un tiempo, incluso he leído sus informes internos, los que llegan a mi mesa. Es lista, terca como una mula, se cree capaz de entrar en mi cabeza, de seguir mi rastro. Le estoy dejando un camino de miguitas, sutil, irresistible, como el rastro de un perfume caro que incita a seguirlo hasta el final. Quiero que se acerque, que se vea a punto de atraparme, que saboree esa dulce ilusión. Que pruebe la emoción efímera de la caza… justo antes de que descubra, demasiado tarde, que ella es la auténtica presa.
Tengo la última nota preparada, la más especial, la culminación de mi arte. La he fabricado yo mismo, en la soledad de este ático, mezclando pulpa de papel reciclado con… elementos orgánicos, recuerdos imborrables, esencias concentradas de mis anteriores… trabajos. Una sola frase, escueta y definitiva, escrita con tinta roja espesa, casi negra como la sangre seca: «¿Quién caza a quién?». La pregunta final, el acertijo mortal.

Mi risa se pierde en la noche, un sonido hueco, vacío de alegría, pero henchido de poder. La ciudad contiene el aliento, sumisa, expectante. La partida está a punto de terminar, y yo ya sé quién va a ganar. ¿Quién será la próxima joya de mi colección? Elena quizás… La pregunta queda flotando en el aire enrarecido, como una promesa oscura, como una sentencia inevitable. Y yo, aquí sentado en mi trono de sombras, espero el final, el clímax perfecto de mi obra maestra.»
—Sé que estás aquí —dice, su voz un poco temblorosa, pero con un punto de desafío que me excita—. Sal de una vez, cobarde.
Yo estoy en la sombra, en lo alto, observándola desde una pasarela de metal, como un dios observando a una mortal insignificante. Podría acabar con esto ahora mismo, con un gesto, con una palabra. Un tiro, un empujón… sería pan comido, pero demasiado rápido, demasiado simple. No. Quiero que juegue, que sufra, que se arrastre si es necesario. Quiero que pruebe la esperanza, la dulce e inútil ilusión de que puede ganarme.
—Detective —mi voz retumba en el almacén, amplificada por un altavoz cutre que he colocado en un rincón estratégico, disfrutando de la sorpresa en su rostro—. Bienvenida a mi galería de arte, Elena. Espero que disfrutes de la visita.
Elena se gira de golpe, buscando de dónde sale la voz, confundida, desorientada. El haz de luz de su linterna baila errático, como una luciérnaga asustada.
—¿Qué quieres? —pregunta de nuevo, ahora con la voz temblorosa de verdad, pero aún manteniendo la compostura—. ¿Qué demonios pretendes?
—Quiero que entiendas, Elena —respondo, dejando que el eco amplifique cada sílaba, cada palabra cargada de intención—. Quiero que aprecies la belleza de mi obra. Que contemples… la perfección del miedo.
De pronto, el almacén se inunda de luz. No las luces mortecinas del techo, sino una serie de focos teatrales que he colocado estratégicamente, iluminando una exposición macabra, mi exposición.
En el centro, bajo los focos crueles, tres figuras fantasmales, vestidas con los harapos de la muerte. Maniquíes, sí, pero tan reales en su patetismo. Vestidos con la ropa de mis víctimas. La bailarina, con su tutú deshilachado y manchado de sangre seca, como una rosa mustia. El banquero, con su traje de rayas ahora ridículo y cubierto de billetes falsos, reducido a un pelele de papel. La jueza, con su toga raída y una venda cubriéndole los ojos vacíos, símbolo patético de una justicia ciega e inútil.
Rodeando a los maniquíes, como si fueran santos macabros en un altar profano, fotografías. Ampliaciones grotescas de las caras de mis víctimas, en el instante exacto de su muerte, capturadas para siempre en la mueca final. El terror, la sorpresa, la desesperación infinita… inmortalizados para la posteridad, para mi deleite eterno.
Elena retrocede, horrorizada de verdad esta vez. Su cara blanca como la cera es justo lo que quería ver, la confirmación de mi éxito.
—Eres un monstruo —dice con un hilo de voz, a punto de romperse, a punto de quebrarse como ella misma.
—Soy un artista, detective —la corrijo con suavidad, casi con ternura—. Y tú, Elena… tú eres mi obra maestra final. La pieza que corona mi colección.
Bajo de la pasarela, moviéndome como una sombra entre las sombras, sin hacer el menor ruido. Me acerco a ella, lentamente, saboreando cada instante, disfrutando de su miedo paralizante, de su desconcierto absoluto. De su fragilidad recién descubierta.
—¿Por qué? —pregunta casi sin voz, ahogándose en su propia angustia—. ¿Por qué haces… esta barbaridad?
—Porque puedo, Elena —respondo, sencillo, natural, como si fuera la cosa más lógica del mundo—. Porque la vida, mi vida, vuestras vidas… no son más que un lienzo vacío, y el miedo… el miedo es el color más vivo, el más intenso, el más… duradero.
Saco la nota final, la que he preparado con tanto mimo, la joya de la corona. La dejo caer a sus pies, como una ofrenda macabra.
—¿»Quién caza a quién?» —repite, leyendo en voz baja, mientras la linterna tiembla en su mano, iluminando la frase escrita con mi sangre—. ¿Qué significa esto?
Levanto la mano, y en ella… no hay pistola ni cuchillo, ya no los necesito. Hay una jeringuilla brillante, cargada con un líquido transparente, incoloro como el agua, pero mucho, mucho más letal.
—La respuesta, Elena —digo, con una sonrisa que no llega a mis ojos, una sonrisa puramente depredadora—, siempre ha estado delante de tus narices, pero estabas demasiado ciega para verla. La respuesta… es que siempre he sido yo.
Elena chilla, un grito desgarrador que se pierde en la inmensidad del almacén, intenta echar a correr, pero sus piernas no responden, su cuerpo se rebela, paralizado por el terror. Es demasiado tarde, infinitamente tarde para ella. La aguja afilada se hunde sin piedad en su piel, el líquido entra en su sangre, inundando su torrente. No es veneno, no, algo tan burdo sería indigno de mi arte. Es algo mucho peor, mucho más… personal. Es un mejunje exquisito que he creado yo mismo, con años de estudio y experimentación, que dispara las percepciones hasta límites insoportables, que desata los miedos más oscuros y primigenios, que rompe para siempre la frontera ilusoria entre la realidad y la pesadilla más profunda. Un viaje solo de ida a la locura.
Elena se desploma en el suelo mugriento, temblando como una hoja sacudida por el viento. Sus ojos desorbitados, inyectados en sangre, ven cosas que no existen, monstruos que solo habitan en su mente ahora desquiciada. Grita, se araña la cara hasta sangrar, intenta huir desesperada de su propia mente en llamas, de su cerebro traidor que ahora es mi juguete.
Y yo, impasible, majestuoso, El Comisario Jefe, El Coleccionista de Miedos, contemplo al fin mi obra maestra definitiva, la pieza central, la joya más preciada de mi colección. Su terror absoluto es mi victoria más dulce. Su locura irreversible, mi legado eterno.
Carlos y Mariluz
Descubre más desde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
Deja un comentario