La Cruz de los Condenados
La Cruz de la Santa Compaña
La noche se cernía sobre San Martiño como un manto de tinta derramada. La niebla, densa y pegajosa, se arrastraba por las calles de la pequeña aldea gallega, ahogando los débiles destellos de luz que se filtraban a través de las ventanas cerradas. El silencio era tan profundo que parecía tener peso propio, como si el mismo aire se negara a moverse por temor a perturbar algo antiguo y terrible.
Anxo, un hombre de mediana edad con el rostro marcado por las preocupaciones, caminaba apresuradamente por un sendero que serpenteaba a través del bosque. La oscuridad lo engullía, pero su mente estaba lejos, perdida en un laberinto de problemas cotidianos: la enfermedad de su madre, las deudas que se acumulaban y, sobre todo, el peso insoportable de su propia existencia.
Desde niño, las historias de la Santa Compaña habían sido su nana nocturna, susurradas por su abuela mientras lo abrazaba en las noches más frías. “No salgas por la noche, Anxo”, le advertía siempre. “Si te cruzas con ellos, estarás perdido”. Con los años, había relegado esas historias al rincón de los cuentos infantiles. Sin embargo, esa noche, algo indefinible flotaba en el aire, una amenaza latente que parecía acechar desde las sombras.
El Encuentro
De repente, una luz tenue y vacilante surgió en la distancia, como si varias velas lucharan por iluminar la espesa niebla. El aire se volvió gélido, y una opresión invisible se apoderó del pecho de Anxo. Se detuvo en seco, incapaz de moverse o respirar. Su mente racional gritaba que aquello no podía ser real, que la Santa Compaña era solo una leyenda. Pero la luz seguía acercándose, acompañada de un susurro bajo y rítmico que apenas se distinguía del viento.
“Requiem aeternam dona eis, Domine”, murmuraban las voces en la penumbra, cargadas de un dolor profundo y desgarrador. Los susurros se infiltraban en la mente de Anxo, mezclándose con sus propios pensamientos, alimentando su culpa y desesperación. Cada paso que daban las figuras espectrales era como un eco de sus propios remordimientos, un recordatorio de decisiones mal tomadas y oportunidades perdidas.
La Procesión
Cuando las figuras emergieron de la niebla, el corazón de Anxo latía con fuerza en sus oídos. Túnicas blancas, velas danzantes que proyectaban sombras imposibles sobre rostros serenos, almas errantes avanzando en un arrullo de melancolía. Anxo retrocedió, pero su cuerpo parecía anclado al suelo, incapaz de huir.
El líder de la procesión, una figura alta y demacrada, se adelantó. En sus manos sostenía una cruz de madera oscura, un objeto que parecía contener el peso de siglos de sufrimiento. Con un gesto lento y deliberado, el espectro extendió la cruz hacia Anxo.
La Elección
Los ojos de Anxo se llenaron de terror. Sabía lo que significaba aceptar la cruz: condenarse a caminar todas las noches hasta encontrar a otro desdichado que tomara su lugar. Sus manos temblaban, pero no podía apartar la mirada de aquellos ojos vacíos que parecían perforar su alma.
En su mente, se desató una batalla entre la razón y la superstición. ¿Era todo esto producto de su mente estresada, o había algo más, algo antiguo y terrible que desafiaba toda lógica? Su cerebro buscaba desesperadamente una explicación racional, pero las creencias arraigadas de generaciones pasadas se aferraban a él como garras invisibles.
La cruz se acercó más.
Con un último esfuerzo de voluntad, Anxo intentó retroceder. Pero el espectro no lo dejaba ir. Su brazo extendido permanecía firme, como si supiera que la resistencia era inútil. Anxo recordó los consejos de su abuela: rezar, huir, no mirar atrás. Pero su mente, al borde del colapso, lo traicionaba.
De repente, sintió un peso en sus manos. La cruz, fría y antigua, ahora era suya.
La Condena
El horror lo invadió como una ola helada. Sin saber cómo, se había convertido en el portador de la cruz. El miedo se transformó en una desesperación sorda, y sus piernas comenzaron a moverse sin su control. Se unió a la procesión, sintiendo cómo su energía vital se escapaba con cada paso. Un susurro cálido le acarició la mente: “Ahora eres uno de nosotros”.
Las noches se sucedieron, cada una más larga y tortuosa que la anterior. Anxo luchó contra la maldición, pero el peso de la cruz se hacía más insoportable con cada paso. Sabía que debía encontrar a otro, pasar la cruz, liberarse. Pero la culpa lo corroía. ¿Cómo podría condenar a otra persona? Ese era el verdadero tormento: el dilema moral, la carga psicológica de saber que su salvación significaba la condena de otro.

El Ciclo Eterno
Una noche, bajo la misma niebla espesa, Anxo vio a un joven aldeano caminando solo por el sendero. Lo observó, sintiendo cómo la culpa y la desesperación lo devoraban. Se acercó lentamente, la cruz ardiendo en sus manos, cada vez más pesada.
—Toma la cruz —murmuró Anxo, su voz quebrada por el miedo y el arrepentimiento.
El joven, sin comprender, extendió la mano. Sus dedos tocaron la fría madera, y en ese instante, algo cambió. El rostro de Anxo se transformó en una máscara de horror y desesperación. Sus ojos se oscurecieron, como si una sombra implacable hubiera invadido su ser.
Mientras el joven comenzaba a sentir el peso de la maldición, Anxo se alejó, su cuerpo desmoronándose con cada paso. Pero justo cuando pensaba que el tormento había llegado a su fin, escuchó un susurro en la niebla:
—Anxo… Estás condenado a caminar con nosotros por toda la eternidad…
Se dio cuenta, con una desgarradora revelación, que no podía escapar. La maldición de la Santa Compaña no era simplemente un ciclo de reemplazos, sino la condena de no poder escapar nunca de las sombras, de ser arrastrado por el miedo y la culpa hacia un abismo sin fin.
Mientras Anxo se unía nuevamente a la procesión, sintió cómo su alma se desvanecía lentamente. Las voces del pasado, los susurros y el frío helado de la noche se mezclaban, arrastrándolo hacia lo que no era ya un fin, sino un eterno regreso a la misma condena.
La cruz, ahora completamente desgastada, brillaba más fuerte que nunca en la oscuridad de la noche gallega, un símbolo eterno del peso de nuestras decisiones y la inevitabilidad del destino.
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