El tren de medianoche hacia el infierno 🚂🌌
TREN DE MEDIANOCHE
Un viaje hacia el infierno 🚂🌌
// FRAGMENTO RECUPERADO_SANTUARIO.LOG
El siguiente texto fue encontrado en un viejo diario en la oficina abandonada del jefe de estación de Santuario. La última entrada está fechada hace décadas. Lo publicamos aquí como advertencia, un eco recuperado por Carlos&Mariluz para relatando.com. Hay vías que nunca deberían transitarse. Hay trenes que es mejor perder.
La estación de Santuario no es un santuario. Es una herida abierta en el paisaje, un lugar que el tiempo ha decidido olvidar. Por la noche, cuando la última luz del pueblo se rinde, el frío del metal de las vías sube hasta los huesos. Carlos lo sentía en su alma. Llevaba catorce horas de pie, el olor a grasa y desinfectante del restaurante pegado a su piel, y lo único que anhelaba era el abrazo de su cama.
El reloj de la estación, detenido a las 11:57, era una broma cruel. Su móvil marcaba las 00:03. El tren se retrasaba. Se apoyó contra una columna de hierro helado, sintiendo cómo el cansancio le nublaba la mente. Fue entonces cuando lo escuchó. No era el traqueteo familiar del cercanías. Era un silbido largo, lastimero, un lamento de metal que parecía venir de las entrañas de la tierra.
FSHHHHHHHH…
De la neblina emergió un tren que no debería existir. Era una bestia de hierro negro, oxidado en patrones que parecían venas secas. No tenía grafitis ni matrículas, solo el peso de los años. De sus ventanas no emanaba una luz cálida, sino un resplandor verdoso y enfermo, como el de la carne en descomposición, una luz que no iluminaba nada, solo hacía la oscuridad más profunda.
El andén seguía vacío. Un escalofrío de duda lo recorrió. Pero el agotamiento era un lastre demasiado pesado. *»Un tren de carga, una reliquia, cualquier cosa… mientras me lleve a casa»*, pensó. Las puertas se abrieron sin ruido, con una suavidad antinatural. Subió.
El interior era un mausoleo. Asientos de terciopelo rojo, raídos y manchados de algo oscuro. El aire era denso, olía a polvo, a ozono y a algo más, algo dulzón y metálico, como una carnicería vieja. No había nadie. Al tomar asiento, el cuero se sintió extrañamente cálido. Las puertas se cerraron con un golpe sordo, hermético, y el tren se puso en marcha con una sacudida violenta que lo lanzó contra el respaldo.
Miró por la ventana esperando ver las luces familiares del pueblo, pero solo encontró negrura. Una negrura absoluta. Entonces, el paisaje comenzó a dibujarse. No eran los campos ni las fábricas. Vio bosques de árboles calcinados que se retorcían como manos suplicantes. Vio ciudades en ruinas bajo un cielo del color de un hematoma. Y vio figuras. Figuras borrosas que permanecían de pie en los campos desolados, todas mirando hacia el tren mientras pasaba. No tenían rostro.
Un susurro empezó a reptar en su mente. No venía de ningún altavoz. Estaba dentro de su cabeza, una voz sin género, fría como el cristal. Repetía frases inconexas, fragmentos de sus propios miedos: *»Nadie te espera»…»El turno nunca acaba»…»Este asiento ya estaba ocupado»*. Carlos se levantó de un salto. El asiento donde había estado sentado conservaba la marca perfecta de su cuerpo, pero ahora brillaba con la misma luz verdosa de las ventanas.
Presa del pánico, corrió por el vagón. Las puertas no se abrían. Las ventanas eran placas de cristal frías e impenetrables. Estaba en una jaula a toda velocidad hacia la nada. Al final del vagón, encontró una pequeña placa de latón que no había visto antes. Con dedos temblorosos, limpió el polvo. No era un número de serie. Era un nombre. El nombre del último jefe de estación de Santuario, desaparecido hacía cincuenta años.
Su cuerpo empezó a sentirse pesado, sus pensamientos, lentos y confusos. Se deslizó hasta el suelo, la voz en su cabeza ahogando sus propios gritos. La última imagen que vio a través de la ventana fue la de su propio rostro reflejado, pero no era él. Era un anciano demacrado, con los ojos hundidos y una expresión de infinita resignación.
A la mañana siguiente, el nuevo jefe de estación encontró la estación de Santuario sumida en un silencio sepulcral. Todo estaba en orden, salvo por un pequeño detalle sobre un banco del andén: una tarjeta de empleado de un restaurante, ligeramente arrugada, con el nombre “Carlos” impreso en ella. Y el reloj, que llevaba años parado, ahora funcionaba. Marcaba las doce en punto.