La Leyenda de la Boca Rajada: Mi Noche de Terror en Tokio
Siempre me han fascinado las leyendas urbanas japonesas. Desde niño, las historias de fantasmas y espíritus vengativos me atraían y me aterraban a partes iguales. Por eso, cuando finalmente tuve la oportunidad de viajar a Tokio, supe que tenía que sumergirme en el folclore local. Entre todas las leyendas, una me obsesionaba especialmente: la de Kuchisake-onna, la mujer de la boca rajada.
Antes de viajar, investigué a fondo. Descubrí que la leyenda tiene varias versiones sobre su origen, pero la más extendida y escalofriante cuenta que Kuchisake-onna fue en vida una hermosa mujer, esposa de un samurái celoso y vanidoso. Se dice que ella le fue infiel, y en un ataque de rabia, el samurái la mutiló brutalmente, cortándole la boca de oreja a oreja con su espada, mientras gritaba: «¿Quién te va a encontrar hermosa ahora?». Desde entonces, el espíritu vengativo de la mujer vaga por el mundo, buscando víctimas para replicar su propio tormento.
Con esta historia en mente, llegué a Tokio. La ciudad me absorbió con su energía vibrante y sus contrastes fascinantes. Durante el día, me maravillaba con la modernidad y la tradición que convivían en cada rincón. Pero al caer la noche, una extraña inquietud comenzaba a apoderarse de mí. Recordaba la leyenda de Kuchisake-onna, y las sombras de las calles tokiotas parecían cobrar una nueva dimensión, más siniestra y amenazante.
El barrio Shibuya
Una noche, decidí explorar el barrio de Shibuya después de la medianoche. Sabía que no era el lugar más oscuro de Tokio, pero quería sentir la atmósfera nocturna de la ciudad, esa que imaginaba propicia para encuentros con lo sobrenatural. Las luces de neón aún parpadeaban intensamente, pero las calles secundarias estaban casi desiertas, envueltas en una penumbra inquietante. El aire era frío y húmedo, y un viento helado soplaba entre los edificios, susurrando sonidos extraños.
Mientras caminaba por una calle solitaria, noté una figura al final de la vía. Era una mujer, alta y delgada, vestida con un abrigo oscuro que la hacía parecer una sombra más en la noche. Pero lo que realmente me llamó la atención fue la máscara quirúrgica blanca que cubría su rostro. En Tokio, como había leído, era común ver gente con máscaras, pero algo en esta mujer era diferente. Había una quietud espectral en su figura, una tensión contenida que me puso en alerta.
A medida que me acercaba, mi corazón comenzó a latir más rápido. Ella también se movía, avanzando lentamente hacia mí. No hacía ruido al caminar, como si se deslizara sobre el asfalto. La distancia entre nosotras se acortaba, y una sensación de pánico frío comenzaba a invadirme.
Finalmente, se detuvo justo delante de mí, bloqueando mi camino. La luz tenue de un farol cercano iluminaba parcialmente su figura, pero su rostro seguía oculto tras la máscara. Solo podía ver sus ojos oscuros, fijos en mí, con una intensidad que me heló la sangre.
Un silencio denso se instaló entre nosotras. El ruido de la ciudad parecía haberse desvanecido, dejando solo el sonido de mi propia respiración agitada. Y entonces, su voz, suave y melódica, rompió el silencio, pronunciando la pregunta que conocía tan bien por la leyenda:
«¿Soy… hermosa?»
La pregunta resonó en el silencio de la noche, cargada de una amenaza implícita. Mi mente gritó que respondiera afirmativamente, que dijera cualquier cosa para escapar de esa situación. Pero algo me paralizó. La intensidad de su mirada, la frialdad que emanaba de su presencia, me hicieron dudar.
«Sí…», murmuré con voz apenas audible, sintiendo un escalofrío recorrer mi cuerpo. «Sí, eres hermosa.»
Ella no reaccionó de inmediato. Permaneció inmóvil, observándome en silencio, como si analizara mi respuesta. El tiempo se detuvo en ese instante eterno. Y entonces, con una lentitud aterradora, su mano se elevó hacia su rostro.
Contuve la respiración, sabiendo que iba a presenciar algo horrible. Sus dedos rozaron los bordes de la máscara, y con un movimiento suave y deliberado, la deslizó hacia abajo.
El aire se me escapó de los pulmones en un jadeo ahogado. La leyenda era real. Ante mis ojos, la máscara revelaba la grotesca mutilación: una boca rajada de oreja a oreja, una cicatriz horrible que desfiguraba su rostro en una mueca de dolor y venganza. Los dientes y las encías quedaban expuestos en una visión aterradora.

El terror me paralizó. No podía apartar la mirada de aquella monstruosidad. Mis ojos se llenaron de lágrimas, y un nudo se formó en mi garganta.
Y entonces, su voz volvió a sonar, aún más suave, aún más melódica, pero ahora impregnada de una amenaza indescriptible, de una locura contenida:
«¿Incluso… así?»
La pregunta resonó en mi mente como un eco maldito. En ese instante, comprendí que estaba atrapado en la leyenda, que mi destino dependía de mi siguiente respuesta. Comprendí que no había respuesta correcta, que cualquier cosa que dijera la enfurecería aún más.
No sé cómo reaccioné. Quizás grité, quizás intenté correr. Mi mente se nubló de pánico. Solo recuerdo ver un brillo metálico en su mano, unas tijeras de podar que aparecieron de la nada, afiladas y amenazantes bajo la luz parpadeante del farol.
Y la última imagen que se grabó en mi retina, antes de que todo se volviera oscuridad y confusión, fue el reflejo de mi propio rostro aterrorizado en el acero frío de aquellas tijeras, mientras se alzaban hacia mí, listas para replicar la mutilación, para silenciar mi voz para siempre…
Calles oscuras de Tokio
Desde aquella noche, no he vuelto a caminar solo por las calles oscuras de Tokio. La leyenda de la Boca Rajada ya no es solo una historia para mí. Es un recuerdo vivo, un terror que llevo grabado en lo más profundo de mi ser. Y cada vez que veo a alguien con una máscara quirúrgica, una sombra de pánico recorre mi espalda.
Si alguna vez visitas Tokio, ten cuidado al caminar solo de noche. Quizás, en alguna calle oscura, te encuentres con la mujer de la boca rajada. Y si te pregunta si es hermosa, recuerda mi historia… porque tu respuesta podría ser la última.
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