El vigilante del hospital General

I. Turno de noche

La Ciudad de México nunca duerme, dicen; pero hay lugares donde las sombras son más profundas que en cualquier barrio, donde ni los vendedores de tamales se atreven a estacionar su triciclo durante la madrugada. Uno de esos sitios es el Hospital General, una mole gris de pasillos interminables, cuya historia pesa en los muros como la humedad.

Emilio Martínez, con 52 años encima y la espalda encorvada de andar siempre alerta, era el vigilante estatutario del turno nocturno. Arrancaba a las doce en punto, cuando apenas quedaba una enfermera y dos médicos de urgencias. Su trabajo solía ser aburrido, con caminatas solitarias entre camas vacías y salas de espera desiertas, hasta que ciertas noches llegaba el frío, ese que no era de clima, sino de otra cosa.

II. El ala clausurada

En una de esas noches, mientras hacía la ronda habitual, Emilio notó que el pasillo del ala norte estaba más oscuro de lo usual. No era por un foco fundido: la sombra parecía sólida, como una pared de aceite que absorbía la luz del candil que llevaba. Ese ala había sido cerrada hacía casi doce años, después del último terremoto que fisuró los pisos y dejó a una paciente atrapada. Se decía en el hospital—entre risas nerviosas y miradas esquivas—que la mujer nunca quiso irse. Nunca encontraron el cuerpo, solo una bata blanca con manchas violetas y el eco de unos rezos en náhuatl.

Valiente y terco, Emilio decidió acercarse. Cada paso hacia la puerta cerrada le costaba el doble; el aire olía a salmuera y flores marchitas. En la puerta, encontró una especie de marca tallada en la madera: tres líneas cruzadas y debajo una espiral… le recordó los símbolos que veía en los puestos de limpias afuera de La Merced.

De pronto, escuchó lo que no debía: un susurro bajito, palabras que parecían formarse en el humo de su aliento. “Corre”, le decía, pero Emilio se acordó de la promesa que le hizo a su difunta madre—nunca le daría la espalda a los muertos, para no ganarse su miedo.

III. Testigos de una presencia

La siguiente noche, Emilio decidió que no podía dejar las cosas así. En la sala de descanso, le contó a Maribel, la joven enfermera que le traía café cargado cada madrugada. “Aquí pasan cosas raras, Emilio”, le confesó, moviendo el vaso de unicel entre las manos. “Las puertas se abren solitas. Hay veces que los monitores de la morgue, que ni conectados están, empiezan a sonar. Y una vez… una vez vi a una señora vestida de blanco caminar hacia la vieja escalera. Cuando la fui a buscar, ya no estaba.”

Entre sorbo y sorbo, ambos juraron nunca cruzar el umbral del ala norte solos. Pero esa noche la urgencia del hospital cambió sus planes. Un paciente grave requería traslado y la única salida era a través del ala clausurada. Armados con el valor que da la necesidad, Emilio y Maribel atravesaron la puerta de madera hendida.

El corredor estaba helado. Desde el techo caían goteras que les recordaban a lágrimas. En una esquina, los monitores parpadearon, mostrando vitales imposibles: una frecuencia cardiaca de 322, una presión arterial negativa. De pronto, los focos se apagaron y algo pareció deslizarse detrás de ellos: una sombra baja y alargada, con olor a tierra húmeda y flores rotas.

IV. La leyenda toma forma

Después de aquel encuentro, Emilio se obsesionó con el misterio del ala norte. Investigó los archivos antiguos del hospital, encontró recortes de periódico y testimonios polvorientos. Lo que más lo impresionó fue una carta escrita por la supuesta paciente desaparecida: “Yo vigilo este corredor. Aquí nadie muere sin que el recuerdo lo acompañe”.

Las noches siguientes los incidentes aumentaron. Puertas que se movían solas, voces en idiomas olvidados, luces que encendían y apagaban. Emilio comenzó a ver a la señora de blanco en sus sueños, siempre parada en la escalera, sus ojos marcados por ojeras profundas y una sonrisa partida. En uno de esos sueños, la mujer le mostró algo: bajo la escalera, había un espejo roto y una llave oxidada.

V. El final: Rostros del otro lado

Una madrugada de lluvia pesada, Emilio decidió entrar solo al ala norte, guiado por una fuerza que no supo si era propia o ajena. Encontró el espejo debajo de la escalera y, al reflejarse, vio no solo su rostro sino el de docenas de personas detrás, con ojos brillantes y bocas abiertas. Al tomar la llave y girarla en la antigua puerta, escuchó una multitud de voces: súplicas, lamentos, risas de enfermeras, el llanto de un niño. En ese instante, la señora de blanco apareció—más real que nunca—y le susurró al oído:

“Nunca estamos solos, Emilio. Tú también eres un recuerdo ahora.”

Emilio intentó huir, pero el corredor se alargaba infinitamente. Cuando lo encontraron al amanecer, estaba sentado en la escalera, con los ojos abiertos y una sonrisa perdida. Desde entonces, dicen que en el ala norte, cuando cae la noche, se escucha el aleteo de su linterna y el susurro de mil voces, como si el hospital guardara por siempre los secretos que el vigilante decidió no olvidar.


FIN

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