Relato: El Portero de la Quinta Morelos

I. La Puerta del Fondo

A Jorge nunca le ha gustado admitirlo, pero de joven jamás pensó que acabaría siendo portero nocturno. Cuando le llamaron de la Quinta Morelos —uno de esos viejos edificios porfirianos del centro de Puebla—, lo tomó por necesidad y con un poco de vergüenza. “Total, es solo por unas semanas”, se repitió, pero la necesidad le plantó en la caseta de vigilancia durante casi cinco años.

La Quinta Morelos tenía más historia que familia, y de noche, su grandeza se desmoronaba entre grietas, rechinidos y ecos de un pasado mejor. Era un caserón de tres pisos y un patio interior tapizado de sombras. El portón enorme de madera mostraba cicatrices de golpes y lluvias viejas. Eran doce departamentos, la mayoría ocupados por ancianos solos, estudiantes de medicina y dos familias pequeñas. Al principio, Jorge pensó que sería fácil: abrir la puerta, recibir paquetería, hacer rondines cada hora y matarse el sueño con radio.

El único problema era la Puerta del Fondo.

A la izquierda de la bodega de limpieza, en un rincón oscuro donde la lámpara nunca funcionaba bien, había una puerta vieja, de herrería pintada de negro, con una argolla en medio. Nadie tenía la llave, ni el administrador. Ningún vecino se atrevía a preguntar para qué servía. Solo estaba allí, oxidándose, y era la única zona que a Jorge le pedían no vigilar durante la madrugada. Instrucciones claras: “Procura no acercarte después de medianoche. No preguntes. Si escuchas ruidos, ignóralos. Esa parte la arreglan los dueños, no tú.”

Al principio Jorge se reía de eso. Historias para asustar al nuevo, pensó, como cuando en su pueblo decían que en el cerro había brujas.

Pero la segunda semana, algo empezó a cambiar.

II. Ruidos en el silencio

Todo comenzó con los sonidos.

El edificio era ruidoso de por sí: tuberías viejas, gatos callejeros, el ascensor que zumbaba de madrugada, aunque juraban que nadie lo usaba después de las once. Pero lo de la Puerta del Fondo era diferente.

A veces, a las dos o tres de la mañana, Jorge escuchaba un golpeteo suavísimo, como dedos tocando metal, luego un susurro, como si alguien respirara desde el otro lado. En una ocasión, creyó distinguir su nombre: —Jorge… Jorge…—. No le creyó al oído, hasta que la voz pronunció su apellido, el materno, que solamente su abuela usaba.

El portero sintió miedo, sí, pero el trabajo era el trabajo.

Le preguntó a la señora Imelda, la inquilina del 3B, una viejita de cara franca y voz cascada. “No te metas ahí, hijo —le dijo—. Esa puerta guarda cosas de antes, cosas que no quieren ser vistas.”

Desde esa noche, Jorge empezó a poner la radio más alto durante sus rondines.

III. La aparición

Una madrugada, cuando el muro del sueño le cayó encima, el timbre de la caseta sonó al rojo vivo. Jorge se vio obligado a incorporarse. La cámara mostraba a una niña en el patio interior, descalza, con el cabello largo cubriéndole la cara. Pensó en algún inquilino distraído, así que corrió a buscarla, pero al llegar, la niña había desaparecido.

Volvió a la caseta y revisó las grabaciones: ahí estaba la niña, parada frente a la Puerta del Fondo… tocando la argolla. Aquel video se lo enseñó a Armando, el otro portero. El hombre se puso pálido como papel. “A mí también me pasó —le confesó—. A todos nos pasa. Pero tú, no la sigas. Esa niña no es de aquí”.

Jorge juró no hacerlo, aunque la curiosidad le carcomía el pecho.

IV. La noche del grito

Esa noche fue diferente. El aire olía a tierra mojada y a jacaranda. No había cortinas de luz: solo oscuridad.

Cerca de las tres, un sonido contundente lo arrancó de su letargo. Era un golpe seco, inhumano, seguido de un chillido. Salió corriendo del cubículo con la linterna temblando en la mano, directo a la Puerta del Fondo.

La vio entre la penumbra: estaba entreabierta.

Una brisa helada rozó su cara. Detrás, el interior era un pasillo minúsculo que bajaba en espiral. Jorge, vencido por la angustia, sintió un zumbido de abejas en la sien. Bajó el primer escalón.

Del fondo subió la voz de la niña: “Ayúdame”.

Jorge bajó, tiritando, como en trance. Todo era oscuridad y humedad.

Y entonces la vio: la llaga de una puerta aún más pequeña, y al otro lado, decenas de ojos diminutos mirándolo desde la penumbra. Voces de niños, de adultos, de ancianos. Todos susurrando su nombre. “Jorge… Jorge…”

Intentó retroceder, pero la puerta había desaparecido.

Lo último que sintió fue una mano diminuta sujetándole la muñeca, uñas frías clavándose bajo su piel. Gritó, pero su voz rebotó inútil dentro del túnel.

V. Epílogo

A la mañana siguiente, los inquilinos encontraron la caseta vacía y un radio sonando estática. Nadie volvió a ver a Jorge, ni a Armando, que misteriosamente pidió su baja al día siguiente.

La Puerta del Fondo apareció cerrada como siempre.

Solo la señora Imelda lo supo: “La quinta cobra lo suyo, tarde o temprano. Es mejor no preguntar.”

En las cámaras de vigilancia, un solo cuadro quedó congelado: la niña, parada en el umbral, con la mano alzada, despidiéndose de alguien invisible.

En la Quinta Morelos, nunca volvió a haber portero nocturno.

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