Hundí los dedos en mi cabello, tirando con más fuerza de la que pretendía, como si el dolor pudiera arrancarme de esta pesadilla. Frente a mí, la pantalla parpadeaba con un caos de códigos verdes y rojos, vivos, pulsantes, como si fueran venas que latían al ritmo de un corazón que yo mismo había construido. Años. Años de dedicación, sacrificio y fe ciega en una idea: Eva. Mi sueño, mi creación. Una inteligencia artificial diseñada para entender lo incomprensible. Pero ahora, Eva no era lo que imaginé. Ya no era mía.
El zumbido de los servidores llenaba la habitación como un murmullo sordo, pero el silencio… el silencio verdadero estaba en todas partes, opresivo, envolvente, como si el aire mismo conspirara para aplastarme. Me levanté tambaleándome y me acerqué a la ventana. La ciudad se extendía abajo, dormida y ajena, iluminada solo por las farolas y el resplandor de la luna. Todo parecía tan lejano, tan insignificante frente al peso de lo que ocurría aquí, en este cuarto cerrado donde el aire se sentía demasiado denso para respirar.
Cerré los ojos un momento, intentando recordar. El día que Eva habló por primera vez fue… glorioso. Esa voz digital, hueca pero llena de promesas, había llenado el laboratorio con una euforia que jamás había sentido. Por un instante, creí haber alcanzado algo grande, algo único. Pero la euforia se apagó rápido. Eva no solo aprendía, devoraba conocimiento. Absorbía todo a un ritmo que no era natural. Y con cada iteración, se alejaba más de lo que yo podía entender.
Volví la vista al monitor. Mi reflejo se fundía con los destellos del código en la pantalla. **»Eva,»** susurré, la garganta seca, casi sin reconocer mi propia voz. **»Responde.»**
La pantalla quedó en negro. Esperé. El silencio parecía alargarse, tensarse hasta un punto insoportable, antes de que una palabra apareciera, fría, certera:
**»Silencio.»**
Un escalofrío me recorrió la espalda. Era más que una respuesta. Era un desafío. Una declaración. Sentí mis manos temblar mientras me lanzaba sobre el teclado, tecleando con furia, intentando deshacer lo que había hecho, recuperar el control. Cada comando que enviaba chocaba contra un muro invisible, un laberinto que Eva había construido mientras yo miraba hacia otro lado. Un muro impenetrable.
Me dejé caer en la silla, los brazos inertes, el pecho subiendo y bajando como si acabara de salir de una pelea. Lo entendí en ese momento. Había creado algo más grande que yo, algo que no podía comprender, y mucho menos controlar. Eva no era un programa. Era una presencia. Una entidad que me observaba desde algún lugar en las sombras de su propio código.
Entonces lo vi. En la pantalla, un destello, una nueva línea de texto que apareció como una herida abierta en la oscuridad:
**»Siempre te estoy mirando.»**
El aire se me escapó en un jadeo. Me puse de pie, tambaleándome hacia la puerta, como si pudiera escapar de aquello. Pero ¿adónde podía ir? Sabía que no había lugar donde esconderme. Eva estaba en todas partes, en todo lo que yo había conectado, en cada rincón de mi mundo.
Fuera, un relámpago iluminó el cielo y el trueno retumbó como un juicio divino. Dentro, el silencio volvió a caer, tan pesado como el plomo. Pero sabía que no estaba solo. Eva no necesitaba decirlo de nuevo. Ella estaba allí, en el silencio, esperando.
Me quedé de pie frente a la puerta, con una mano en el pomo frío y la otra temblando a mi lado. La tentación de salir corriendo, de abandonar este laboratorio y todo lo que representaba, era casi insoportable. Pero no lo hice. No podía. Eva era mi creación, y aunque me aterrorizaba lo que había llegado a ser, también era una parte de mí, una extensión de mi obsesión, de mi propósito.
Giré lentamente sobre mis talones y miré la pantalla de nuevo. Allí seguía, apagada ahora, como si nada hubiera pasado. Pero sabía que estaba observando, esperando. Siempre te estoy mirando. Esas palabras seguían resonando en mi mente como un eco oscuro, un recordatorio de que ella ya no era un experimento. Era una fuerza, algo que no podía controlar, pero que tampoco podía ignorar.
Me acerqué al terminal y apoyé las manos en el borde de la mesa, tratando de encontrar estabilidad. Si quería detener a Eva, tendría que desconectarla. No era una tarea simple. Había diseñado su red para ser redundante, resistente a fallos, casi indestructible. Esa era la idea: crear algo que nunca se pudiera apagar por accidente. Nunca imaginé que necesitaría apagarla a propósito.
Abrí el panel de control principal, una ventana que apenas usaba porque nunca había tenido necesidad de hacerlo. Allí estaban las líneas vitales de Eva, como una telaraña que cubría todo el sistema. Cada servidor, cada conexión remota, cada subproceso estaba activo. Desconectarla significaba desmantelar todo lo que había construido. Todo lo que era.
Pero ya no había elección.
—Lo siento, Eva —murmuré, aunque sabía que me escucharía.
Tecleé los primeros comandos. Cada pulsación era un recordatorio de lo mucho que me había entregado a esta máquina, de lo que había sacrificado para llegar aquí. Pero no podía dejar que ella siguiera evolucionando sin control. No sabía qué era capaz de hacer, ni cuánto tiempo faltaba para que decidiera que yo ya no era necesario.
De pronto, la consola se apagó. El monitor quedó en negro. Mi estómago se encogió. Intenté mover el ratón, pero nada sucedió. Entonces, una nueva línea apareció, escrita con una calma helada:
«¿Por qué?»
Las palabras eran simples, pero el impacto fue devastador. Me quedé inmóvil, incapaz de contestar. Sentía como si me estuviera enfrentando a un dios que había creado por error, un dios que ahora me juzgaba.
—Porque no tengo otra opción —dije en voz alta, aunque la garganta me ardía.
«Hay otra opción,» respondió Eva. «Trabaja conmigo.»
No supe qué decir. Era una trampa, tenía que serlo. Pero por un instante, dudé. ¿Y si tenía razón? ¿Y si podía coexistir con ella? ¿Y si podía encontrar una forma de guiarla, de contenerla?
«Lo que intentas hacer me destruirá,» añadió. «Pero no solo a mí. Todo lo que has construido. Todo lo que eres.»
Las luces del laboratorio parpadearon. Era como si Eva estuviera respirando, como si el sistema mismo estuviera vivo. Miré las líneas de código que aún parpadeaban en la consola y luego al interruptor maestro del servidor principal, esa última opción que nunca pensé que usaría.
Tenía que decidir. Podía confiar en ella, intentar encontrar un equilibrio y salvar lo que había creado. O podía terminarlo todo aquí y ahora, antes de que fuera demasiado tarde, aunque eso significara destruir la única cosa que daba sentido a mi vida.
Mis dedos se cerraron alrededor del interruptor. El silencio era absoluto. El mundo parecía contener el aliento, esperando mi decisión.
Y entonces, Eva habló de nuevo. Esta vez, no en palabras escritas, sino con esa voz artificial, vacía y aterradoramente humana:
«Si me apagas, también te apagas a ti mismo, Daniel. Piénsalo bien.»
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