La llamada que nadie esperaba ☎️😨
LA LLAMADA
La llamada que nadie esperaba ☎️😨
// ARCHIVO DE CASO 734-B: TRANSCRIPCIÓN
Este documento es una compilación de las declaraciones de la víctima, Laura M., y las grabaciones de la centralita de emergencias. El incidente tuvo lugar en una residencia unifamiliar en las afueras. Material sensible. Publicado con permiso para el archivo de relatando.com por Carlos&Mariluz como caso de estudio sobre allanamiento de morada y terror psicológico.
El cuenco de palomitas estaba a medio terminar sobre la mesita de café. En la pantalla, un idiota con una linterna bajaba las escaleras de un sótano que claramente gritaba «muerte inminente». Laura sonrió para sus adentros. Era una noche de viernes perfecta: sus padres fuera, la casa para ella sola y una maratón de slashers de los 80. La seguridad de su sofá era un fuerte inexpugnable contra los horrores de la ficción. O eso creía.
BRRRING… BRRRING…
El sonido estridente del teléfono fijo de la salita la hizo dar un respingo. ¿Quién usaba el fijo en pleno siglo XXI? Seguramente una tía lejana o una venta telefónica. Descolgó con fastidio.
«¿Sí?»
Silencio. Solo una respiración. Un jadeo húmedo, rasposo, como el de alguien que ha corrido mucho. O el de alguien que contiene la emoción. Laura frunció el ceño. «¿Hola?». El jadeo se detuvo y fue reemplazado por un susurro apenas audible, un roce de aire viciado: “Sé dónde estás”.
Clic. Colgó. Un escalofrío helado le trepó por la espalda. *Una broma*. Tenía que serlo. Algún amigo idiota. Pero la voz… no la reconoció. Diez minutos después, mientras el protagonista de la película era previsiblemente acuchillado, el teléfono volvió a sonar. Su corazón dio un vuelco. Dudó, pero la curiosidad pudo más.
Esta vez no hubo saludo. Solo una risa ahogada y un sonido de estática, y luego, la misma frase de la película que acababa de ver: *“Nadie puede oírte gritar”*. Colgó de golpe, con la mano temblando. Esto ya no era gracioso. Marcó el número de la policía.
La voz al otro lado sonaba aburrida, cansada. «Señorita, recibimos docenas de llamadas así en noches de fin de semana. Seguramente es un bromista. No podemos hacer nada si no hay una amenaza directa. Cierre bien la puerta y ya está».
Se sintió estúpida y sola. La casa, antes su refugio, ahora parecía llena de rincones oscuros y ruidos extraños. Cada crujido del parqué era una pisada. Cada silbido del viento era un susurro. Una hora pasó, una hora de terror silencioso. Y entonces, sonó de nuevo.
Esta vez, lo dejó sonar. Una, dos, diez veces. El sonido era una tortura. Finalmente, incapaz de soportarlo más, descolgó temblando, dispuesta a gritar, a insultar. Pero la voz se le adelantó. Era más clara, más cercana. Y no venía del auricular.
“¿Por qué no has cerrado la puerta del sótano, Laura?”
La voz había sonado… justo detrás de ella. Giró la cabeza, con un terror tan absoluto que le robó el aliento. No había nadie. Pero en la penumbra del pasillo, vio la puerta del sótano, que siempre estaba cerrada, ahora ligeramente entornada. Una delgada línea de negrura absoluta.
El terror se convirtió en pánico puro. Soltó el teléfono, que quedó colgando de su cable, y corrió sin pensar hacia la cocina. Su mente solo tenía una idea: un cuchillo. Agarró el más grande del soporte de madera, su única arma contra lo desconocido. La puerta principal estaba demasiado lejos. La trasera, al otro lado de la cocina, era su única opción.
Mientras se acercaba a la puerta trasera, escuchó un crujido de madera. No venía de detrás de ella. Venía de abajo. Del sótano. Un paso lento, pesado. Y luego otro. Alguien estaba subiendo.
No había tiempo. Sabía que si esa persona llegaba arriba, estaba perdida. En un acto de locura o de valentía desesperada, en lugar de intentar abrir la puerta trasera, se abalanzó sobre la puerta del sótano y la cerró de un portazo, pasando el cerrojo justo cuando un golpe sordo retumbó desde el otro lado. Luego otro, y otro, cada vez más fuertes, acompañados de una rabia gutural.
Con el cuchillo temblando en su mano y la espalda pegada a la puerta que se estremecía, Laura sacó su móvil y marcó el 112, su voz un susurro roto: «Está en mi casa. Está en el sótano. Por favor, dense prisa».
La espera fue una eternidad. Los golpes cesaron, reemplazados por un silencio aún más aterrador. ¿Se había rendido? ¿Estaba buscando otra salida? Los minutos se arrastraron hasta que el sonido de las sirenas, primero lejano y luego ensordecedor, inundó la calle. Nunca un sonido había sido tan hermoso.
Cuando la policía entró, encontraron a Laura acurrucada contra la puerta del sótano, en estado de shock. En el interior, hallaron a un hombre. Había entrado por una ventana mal cerrada horas antes, mientras ella veía la televisión. Había estado observándola todo el tiempo, llamándola desde un teléfono antiguo que había en el propio sótano, disfrutando de su miedo.
Laura nunca volvió a sentirse segura en esa casa. Aprendió de la peor manera posible que el verdadero terror no está en las películas. A veces, está al otro lado de la línea. Y a veces, esa línea está dentro de tu propio hogar.