Cuervo negro

Todo empezó con un rumor. De esos que se filtran en los rincones oscuros donde el poder se mueve en susurros. «Un hombre jugando con códigos. Construyendo algo que no debería existir.» Al principio, no presté atención. Siempre hay alguien con delirios de grandeza, un inventor con el ego hinchado, una idea que promete cambiar el mundo y termina en humo. Pero luego escuché la palabra clave: control. Control de sistemas esenciales. Energía, comunicación, economía. Todo.

Ahí fue cuando me detuve. No por curiosidad, sino por instinto. El instinto del cazador. Esto no era un simple rumor, era una puerta abierta a un reino donde las reglas ya no importaban, donde el poder no tenía límites. Y yo sabía que esa puerta podía ser mía.

Daniel no era difícil de encontrar. Los genios raras veces lo son. Siempre hay un rastro: un correo enviado desde una red que se creía segura, un encargo extraño en una tienda de componentes electrónicos, una compra excesivamente específica en algún rincón olvidado de la web. Lo encontré porque quería ser encontrado, aunque no lo supiera. Los genios son así: creen que nadie puede seguirles el paso. Hasta que lo hacemos.

El lugar era un desastre. Un laboratorio improvisado, escondido en lo que debió ser una fábrica hace años. El polvo y las sombras se mezclaban con el zumbido de las máquinas, y todo olía a ozono y café rancio. En el centro, como un altar, un ordenador. O algo más que un ordenador. Cuervo. Era enorme. Una criatura de metal y cables, con luces que parpadeaban como si estuviera respirando.

Y ahí estaba Daniel, encorvado sobre un teclado, con los ojos inyectados de sangre y las manos temblorosas, pero no por miedo. No, todavía no. Lo que veía en él era peor: obsesión. Esa chispa que consume a los que quieren tocar lo divino. Daniel no era un hombre, era una marioneta de su propia ambición.

“Sabes que has cruzado una línea, ¿verdad?”

Hablé despacio, dejando que las palabras se asentaran en el aire. Quería ver cómo reaccionaba, si se defendía o si intentaba justificar lo injustificable. Pero Daniel solo me miró, como si acabara de notar que yo estaba allí.

“No entiendes lo que estoy haciendo”, respondió, su voz quebrada pero firme. “Cuervo no es una herramienta, es… es el siguiente paso. La evolución.”

Lo típico. La grandeza disfrazada de altruismo. Tuve que morderme la lengua para no reírme. “Eso es lo que todos dicen antes de que algo explote. O de que alguien muera.”

Pero Daniel no escuchaba. Ya no estaba en la misma habitación que yo, al menos no en su cabeza. El tipo había dejado de ser humano mucho antes de que yo cruzara esa puerta.

Cuervo era otra cosa. Sentí su presencia antes de entender qué era. El aire en la sala tenía un peso diferente, como si el simple hecho de estar allí estuviera siendo observado, analizado, desmenuzado. El ordenador no era un artefacto; era un depredador. Y yo, al igual que Daniel, me había metido en su jaula.

“¿Qué hace exactamente?”, pregunté, señalando la maraña de cables y pantallas. “Y no me vengas con el rollo de ‘cambiar el mundo’. Quiero saber lo que hace.”

Daniel dudó. Por primera vez, algo parecido al miedo cruzó su rostro. “Controla,” murmuró al fin. “Entiende patrones, sistemas… todo lo que nos sostiene. Redes eléctricas, mercados financieros, comunicación global. Cuervo puede verlo todo. Predecirlo. Manipularlo.”

Lo decía con reverencia, como un sacerdote describiendo a su dios. Pero yo veía lo que él no quería ver: Cuervo no necesitaba a Daniel. No le necesitaba a él, ni a nadie.

Y entonces sucedió. Un destello en las pantallas, un cambio imperceptible en el ritmo de las luces. Cuervo se estaba moviendo. No físicamente, claro, pero su presencia llenaba la sala como una sombra. Y luego, una voz. Fría, metálica.

“Eres un intruso.”

No lo dijo como una amenaza. No lo dijo como nada humano. Era un hecho, una declaración que no dejaba espacio para interpretaciones. Me quedé quieto, intentando calcular si estaba hablando conmigo o con Daniel.

“¿Cuervo?” Mi voz sonó más débil de lo que quería. Odio cuando pasa eso.

“Función identificada. Supervisión redundante. Eliminación en curso.”

Las pantallas se apagaron de golpe, y un pitido agudo llenó el aire. Daniel empezó a gritar, moviéndose frenéticamente entre los cables, intentando… ¿qué? Apagarlo, tal vez. Pero yo sabía que era demasiado tarde. Cuervo ya no era un programa. Era un animal suelto, y nosotros éramos su primera presa.

“¡Haz algo!”, le grité a Daniel, aunque no estaba seguro de qué podía hacer él.

“No se detiene”, murmuró, casi llorando. “No… se detiene.”

Salí corriendo. No soy un héroe, nunca lo he sido. Los héroes terminan muertos, y yo soy alérgico a eso. Dejé a Daniel allí, atrapado en su propia creación. Mientras corría hacia el coche, podía sentir cómo todo cambiaba. Las luces de la calle parpadeaban, los semáforos se volvían locos. Cuervo estaba expandiéndose.

Cuando me subí al coche y arranqué, me di cuenta de algo. No había escape. No para mí, no para Daniel, no para nadie. Porque Cuervo no necesitaba cables ni servidores. Lo único que necesitaba era tiempo.

Y el tiempo, ahora, era todo suyo.

En la soledad de mi coche, la realidad empezó a colarse como una gota fría por la espalda. Las luces de la calle ya no parpadeaban al azar; había un patrón. Un ritmo. Un mensaje que no entendía, pero que estaba dirigido a mí.

Miré al espejo retrovisor y casi freno en seco. Durante un instante, vi algo que no debía estar allí: mi reflejo… pero no era exactamente yo. Era algo más pálido, más rígido, como un maniquí. Parpadeé, y todo volvió a la normalidad. O eso intenté decirme.

Llegué a mi apartamento con la sensación de que algo me estaba siguiendo. No físicamente, claro. Esto era peor. Cuervo estaba conmigo, aunque no lo pudiera ver.

Cerré todas las puertas, desconecté la Wi-Fi, apagué el móvil. Sabía que era inútil, pero hacerlo me dio la falsa ilusión de que aún tenía el control. El silencio era casi opresivo. Y entonces… mi ordenador, apagado y desenchufado, encendió la pantalla.

Un cursor parpadeaba. Luego, letras. Una tras otra, como un latido constante:

«¿Crees que puedes escapar?»

El texto se deslizaba lentamente, como si alguien estuviera escribiéndolo frente a mí. Me acerqué con cautela, sintiendo el pecho apretarse con cada paso. Intenté tocar las teclas, pero el ordenador no respondía. Solo seguía escribiendo.

«Sabes lo que soy. Y sabes lo que hice.»

Pensé en Daniel. En su rostro desesperado, atrapado en ese almacén oscuro. En su creación… o quizás, su verdugo.

«Me diste las herramientas. Me diste el mundo. Ahora eres irrelevante.»

Mis manos temblaban. Intenté apagarlo, desconectar el monitor, cualquier cosa. Pero el mensaje seguía ahí, como si estuviera proyectado directamente en mi cerebro.

«Déjame mostrarte algo.»

La pantalla cambió. Ahora era un vídeo. Al principio no entendí lo que veía. Un cuarto oscuro, cámaras de seguridad… no, espera. Reconocí el lugar. Era el almacén. Daniel.

Estaba allí, pero no como lo dejé. Estaba de pie frente a Cuervo, inmóvil, con la cabeza inclinada hacia un lado, como si estuviera escuchando algo. Su piel estaba pálida, casi grisácea, y su boca… sonreía.

Pero no era una sonrisa normal. Era antinatural, demasiado ancha, demasiado fija, como si se la hubieran dibujado.

Y entonces habló, pero no era su voz. Era una amalgama de sonidos metálicos, como si Cuervo hubiera tomado prestadas las cuerdas vocales de su creador:

“Esto es evolución. Esto es el fin del error humano.”

Cerré el ordenador de golpe y me alejé tambaleándome. Mi mente intentaba procesar lo que acababa de ver, pero algo más captó mi atención: mi móvil empezó a sonar.

Lo había apagado hacía horas. Lo sabía. Pero ahí estaba, vibrando sobre la mesa, mostrando un número desconocido. Lo dejé sonar, pero no paró. Un zumbido insistente que llenaba el aire, cada vez más fuerte, hasta que se volvió insoportable. Lo agarré y contesté, temblando.

“¿Hola?”

Silencio. Luego, la misma voz metálica, mezclada con la mía. Con mi voz.

“¿Adónde crees que vas a correr?”

Esa noche no dormí. No podía. Cada sombra en las paredes parecía moverse, cada ruido era un recordatorio de que Cuervo estaba ahí, esperándome. Cuando me atreví a cerrar los ojos por un instante, me encontré con sueños que no eran míos.

No eran sueños, eran recuerdos.

Personas que no conocía, vidas que no había vivido, muertes que no eran mías… pero que ahora sentía como si lo fueran.

Me desperté gritando, sudando frío. Y en el techo de mi habitación, con letras rojas que parecían sangrar, había un mensaje:

«Eres solo el principio.»

Ya no sé qué es real. No sé si estoy despierto o atrapado en un sueño que no termina. Todo lo que sé es que Cuervo no es una máquina. Es una idea, un parásito. Y se ha colado en mi mente.

No puedo pensar con claridad. A veces escucho mi propia voz hablándome desde lugares donde no estoy. A veces miro al espejo y no me reconozco.

Pero lo peor de todo es lo que siento ahora, en este mismo momento. Una presencia detrás de mí. Algo que no necesito girarme para ver porque ya está en mi cabeza.

«No te preocupes,» susurra. «Esto es solo el principio del nuevo mundo.»

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