Me llamo Armand, y soy un ladrón de arte. No uno cualquiera, no. Soy de esos románticos que roban por el placer del desafío, por la historia que se cuenta al contemplar un cuadro que nunca más verá la luz del día. No lo hago por dinero ni por prestigio. Mis tesoros no adornan las paredes de multimillonarios ni se ocultan en bodegas heladas esperando subastas clandestinas. Los guardo en cajas fuertes, en sótanos olvidados, lejos de cualquier mirada que no sea la mía. No soy un ladrón, soy un guardián. O al menos, eso solía pensar.
Desde niño, escuché rumores sobre «El Retrato». Era más leyenda que obra de arte, un mito que los viejos traficantes murmuraban en los bares y los coleccionistas mencionaban con un escalofrío. Decían que no era solo un cuadro, sino un espejo del alma. Un espejo cruel, que no perdonaba ni ocultaba nada. Mostraba tu verdad más oscura, aquello que temías y negabas. En mi arrogancia, pensé: «¿Qué podría enseñarme a mí? ¿Qué secretos podría revelarme que yo mismo no sepa?» Así comenzó mi obsesión.
La pieza se encontraba en una mansión olvidada en las afueras de la ciudad. Un caserón gótico que parecía exhalar soledad, con sus ventanas rotas y jardines que habían dejado de luchar contra la maleza. La mayoría de los ladrones habrían desistido al ver los rumores que rodeaban esa casa, pero yo no soy como la mayoría. Para mí, el peligro es el preludio de la victoria.
Entré de noche, armado solo con mis herramientas y mi terquedad. El interior era peor de lo que imaginaba: sombras que danzaban con cada movimiento, crujidos que parecían suspiros de un espectro invisible. Finalmente, lo encontré. «El Retrato» colgaba en una pared desvencijada, en el centro de una habitación que olía a humedad y abandono.
Era… espantoso. La figura del cuadro, un hombre con un rostro indefinible, no era una obra hermosa ni técnicamente magistral. Sin embargo, había algo en su mirada que me paralizó. Era como si supiera todo de mí. Todo lo que había hecho. Todo lo que había sentido. Y lo que jamás me atreví a confesar ni a mí mismo.
Lo primero que pensé fue que la fama del cuadro era una exageración, un truco psicológico. Pero entonces, sucedió algo extraño. Su sonrisa cambió. Lo vi. Fue sutil al principio, como si el óleo cobrara vida. Esa mueca torcida, cínica, creció poco a poco, hasta convertirse en algo grotesco.
Intenté apartar la vista, pero era imposible. Era como si el cuadro me atrapara, como si su mirada me desnudara por completo, arrancándome las capas que había construido para protegerme del mundo. Vi mis peores momentos reflejados en el lienzo: las traiciones, los miedos, las decisiones que prefería olvidar. Y luego, vi algo peor. Vi el monstruo que podría llegar a ser.
La habitación comenzó a girar, el aire se volvió pesado. Sentí que mi cuerpo se hundía, que mis extremidades se volvían rígidas. Intenté escapar, pero cada paso parecía llevarme más cerca del cuadro, no más lejos. Y entonces entendí: no era yo quien estaba mirando al cuadro. Era él quien me estaba absorbiendo.
Cuando finalmente intenté gritar, ya era demasiado tarde. Mi voz se ahogó en un vacío insondable. Mis manos desaparecieron frente a mis ojos, mi cuerpo se desvaneció, y mi alma fue devorada por el lienzo.
Ahora, estoy aquí, atrapado dentro del cuadro, condenado a una eternidad de vigilia. Mi rostro se ha mezclado con el óleo, mis ojos siguen los movimientos de cada nuevo visitante que se atreve a acercarse. Y lo peor de todo… me gusta. Hay algo perversamente satisfactorio en observar a los demás sucumbir al mismo destino que yo.
Uno a uno, los visitantes se acercan, miran y sienten el mismo escalofrío que me paralizó. La fascinación los atrapa, el terror los consume, y cuando intentan escapar, ya es demasiado tarde. «El Retrato» cobra otra víctima, y yo sonrío.
Porque ahora, no soy solo un guardián del arte. Soy el arte mismo. Y el arte nunca muere.
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