La Última Parada: El Tren Recolector

La Última Parada: El Tren Recolector

La Última Parada: El Tren Recolector

El Recolector

No hay billete de vuelta.

// ADVERTENCIA DE ARCHIVO: EL LAMENTO DE SANTUARIO

Lo que estás a punto de leer no es una historia. Es un eco, un virus. Proviene de una serie de testimonios fragmentados y notas suicidas asociadas a la estación de Santuario. Carlos&Mariluz han ensamblado este mosaico para relatando.com, no como un relato de terror, sino como un mapa de una geografía de la desesperación. Hay lugares que se alimentan del dolor. Hay momentos de debilidad que abren puertas. Y hay trenes que no viajan a ningún sitio, porque ellos mismos son el destino.

Carlos no estaba cansado. Estaba roto. El agotamiento de catorce horas fregando platos era un bálsamo comparado con la corrosión de su alma. Esa noche, el dueño del restaurante le había mostrado la puerta no por un error, sino por la apatía que emanaba, un veneno que, según él, «espantaba a la clientela». Era la culminación de un año de fracasos: una relación hecha cenizas, una deuda que crecía como un tumor, y la certeza aplastante de ser un espectador de su propia vida.

Por eso estaba en la estación de Santuario a una hora impía. No quería ir a casa. Quería huir de sí mismo. Santuario era el lugar perfecto. No era una estación, era una grieta en el mundo, un lugar donde el silencio tenía dientes. Se decía que la estación atraía a los desesperados. Nadie sabía por qué.

El aire cambió. El olor a metal y humedad fue reemplazado por un aroma a ozono y a algo vagamente dulce, como azúcar quemado. Y un silencio antinatural cayó sobre el andén. No era ausencia de ruido, era un ruido negativo, una presión en los oídos. Entonces, sin un sonido, apareció. No llegó. Simplemente, *estuvo allí*.

Era una locomotora de vapor, una reliquia imposible, chorreando un líquido oscuro que se evaporaba antes de tocar el suelo. No era negro, era de un color que absorbía la luz. De sus ventanas no salía un resplandor, sino una pulsación esmeralda, rítmica, como la de un corazón enfermo. Un nombre estaba grabado en su costado, casi ilegible por el óxido: «El Recolector».

Cualquier hombre cuerdo habría huido. Pero la desesperación de Carlos era un ancla. *»A cualquier parte»*, pensó, y esa idea fue su billete. Las puertas se abrieron como los párpados de un depredador. Al subir, el aire del interior lo golpeó. Olía a polvo de siglos y a recuerdos podridos. Y no estaba vacío.

En los asientos de terciopelo ajado había otras figuras. Hombres y mujeres de todas las edades, inmóviles, con la ropa pasada de moda. Sus ojos estaban abiertos, fijos en las ventanas, pero no veían nada. Eran cáscaras. Husos secos de los que se había extraído toda la vida. Un terror primordial y helado se apoderó de Carlos, pero las puertas ya se habían cerrado. El tren no se movió. El mundo exterior se disolvió.

Las ventanas ya no mostraban el andén. Mostraban su apartamento, y a Laura, su exnovia, llorando mientras guardaba sus cosas en una caja. Pero su rostro se contorsionó en una mueca de odio y gritó su nombre en silencio. El paisaje cambió: la oficina de su antiguo jefe, que se reía a carcajadas mientras señalaba una versión humillada de sí mismo. Cada fracaso, cada herida, cada vergüenza, proyectada en un bucle grotesco. Los otros pasajeros sufrían lo mismo. Una anciana veía una y otra vez la casa vacía de sus hijos. Un joven veía el coche destrozado en el que había perdido a su amigo.

Un susurro colectivo llenó el vagón, las voces de los desesperados, de los recolectados. Y una verdad se abrió paso en la mente de Carlos, más clara y afilada que cualquier cuchillo: «El tren no te lleva a ningún lado. El tren te convierte en el viaje».

Luchando contra una fuerza invisible que lo aplastaba contra el asiento, se arrastró por el pasillo. Vio una placa de latón en el respaldo del asiento frente a él. Había un nombre: «Javier M. – 1987». Miró la placa de su propio asiento. Estaba vacía, pero el metal estaba cálido, moldeable. Vio sus manos, y el horror le robó el aire: se estaban volviendo translúcidas. Podía ver el terciopelo rojo a través de ellas.

Se aferró a la ventana y vio su reflejo. No era un anciano. Era él, pero hueco, con los ojos de un gris lechoso, idéntico a los otros pasajeros. Abrió la boca para gritar, pero el único sonido que escapó de sus labios fue largo, metálico y lleno de una pena infinita. Era el silbido del tren. Era su propia alma siendo procesada, convertida en combustible para el Recolector.

A la mañana siguiente, no había ninguna tarjeta de empleado en el andén. No había nada. Solo el reloj de la estación, que misteriosamente había vuelto a funcionar. El nuevo inquilino del antiguo apartamento de Carlos, un joven artista que acababa de perder su beca, sintió una noche una atracción inexplicable por la vieja estación. Un lugar para pensar, se dijo. Un lugar para estar solo. La desesperación era un perfume, y Santuario tenía hambre.

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