El ladrido

En el umbral de la noche, un un perro vecino cuyo ladrar incesante con ojos desorbitados y mirando a una ventana.

El ladrido

En el umbral de la noche, cuando las sombras se traban con la oscuridad y el silencio se vuelve sepulcral, yace un enigma que ha perturbado mi cordura de formas inimaginables. Se trata de un perro, un simple can, que vive en la casa contigua a la mía. Pero, ¡Oh!, su ladrar incesante, su chillido maldito, ha tejido una siniestra melodía en el tejido de mi mente.

La casa que habito, modesta y apacible, ha sido testigo de mis noches en vela, de mis ojos desvelados, como si fueran los portales a los infiernos. El misterioso can, vecino de mi infortunio, ha hecho resonar sus aullidos como lamentos desde la mismísima boca del abismo.

Cada noche, sin falta, el ladrar del perro invade mis sueños, cuál carcajada demoníaca en mi oído. No puedo soportarlo más. La angustia me oprime, y la locura me susurra secretos de ultratumba. No sé si la criatura es verdaderamente real o solo un espectro que ha elegido mi alma para atormentar.

Mis intentos por hallar descanso han resultado en vano. He golpeado las puertas de mi vecino, implorando el cese del suplicio, pero sus palabras caen en oídos sordos. El ladrar, ¡Oh!, el maldito ladrar, persiste como el eco de un espectro malévolo.

En mi desesperación, he urdido planes impensables, maquinaciones diabólicas. La furia, el temor, la ira y el deseo de liberación me impulsan a acciones inconfesables. El destino del perro y el mío están irremediablemente entrelazados en esta danza macabra que nos consume.

En el umbral de la noche, un un perro vecino cuyo ladrar incesante con ojos desorbitados y mirando a una ventana.
En el umbral de la noche, un un perro vecino cuyo ladrar incesante con ojos desorbitados y mirando a una ventana.

No sé si este perro es la encarnación del mal mismo o un reflejo distorsionado de mi propia mente quebrantada. Lo que sí sé es que el misterio del perro ladrador me ha sumido en un abismo del que no hay retorno. El suspense, como un manto siniestro, se cierne sobre mi existencia, y no sé si algún día encontraré la paz o la locura será mi única compañía en este interminable tormento nocturno.

El destino me conduce por sendas horripilantes, donde la noche y el lamento del perro ladrador se funden en un siniestro abrazo. Los pensamientos, antes coherentes, ahora son como fragmentos rotos de espejo que se clavan en mi mente.

Mi determinación, impulsada por una locura que amenaza con devorar mi cordura, me lleva a un último y desesperado acto. Me adentro en la negrura de la noche y, como un espectro enloquecido, llego a la caseta del perro ladrador. Sin embargo, lo que encuentro dentro es más aterrador de lo que jamás habría imaginado.

La caseta está vacía, desolada como un ataúd abandonado. Mi mente se retuerce en una agonía aún más extrema, y mi pulso late al ritmo de mi propia demencia. Sin pensarlo, me lanzo hacia la puerta de mi vecino, golpeando con violencia incontrolable.

Cuando el vecino abre la puerta, su rostro refleja asombro y, al mismo tiempo, piedad. La locura se apodera de mí por completo mientras le exijo respuestas. Con un tono apacible, pero melancólico, el vecino me cuenta la verdad que ha estado oculta.

“El perro”, dice con voz suave, “murió hace ya más de tres meses. No ha habido ladrido alguno desde entonces”.

Mis ojos se desencajan y mi risa maníaca se desvanece en un silencio helado. La realidad se distorsiona aún más en mi mente destrozada. He estado luchando contra un fantasma, un eco del pasado que me ha llevado al abismo de la locura.

La tragedia de mi existencia se revela en toda su crudeza. El suspense que me ha atormentado, la agonía y el tormento, no eran sino los hilos de una mente quebrada. Mi alma, ahora completamente perdida en el abismo, queda condenada a una oscuridad eterna, donde el ladrar del perro se desvanece en la locura sin fin.

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