El Club del Miedo en la Ciudad Eterna
🚇 El Vagón y el Silencio Roto (La Caída)
Jairo no pensaba en el Metro, solo lo usaba. Había un acuerdo tácito: el túnel era la cinta transportadora que lo llevaba del olvido al tedio, de su colchón a su cubículo, sin que su conciencia tuviera que intervenir. Materia inerte en movimiento, eso era él a las siete de la mañana, y también a las diez de la noche.
Su vida, como la de millones en la Ciudad Eterna, se medía en transbordos y escaleras eléctricas averiadas. Desde hacía años, Jairo no sentía la necesidad de mirar el rostro de nadie. Su mundo se había reducido a dos obsesiones: la grieta en el techo del vagón y el parpadeo verde de la luz de emergencia en el andén de Hidalgo. Si todo lo demás fallaba, esas dos cosas siempre estaban allí, prometiendo una repetición: la certeza de que el ciclo iba a continuar.
Pero esa noche, la certeza se rompió.
Eran las 11:45 p. m. Jairo venía de un turno extra de contabilidad. Tenía la cabeza pesada, llena de números que no significaban nada, y el cuerpo entumecido por el aire acondicionado de la oficina. Se subió al penúltimo tren de la Línea 3, en el sentido que lo llevaría a casa. Consiguió un asiento contra la pared, ese codiciado metro cuadrado que le permitía desconectar sin ser tocado.
El vagón estaba casi vacío. Unos cuantos borrachos en el extremo, una mujer envuelta en un rebozo que parecía dormir con el alma fuera del cuerpo, y un joven que usaba audífonos con una concentración casi religiosa. Jairo cerró los ojos y se hundió. Dejó que el bamboleo y el ruido de las ruedas sobre los rieles lo llevaran.
—Próxima estación: Centro Médico. Correspondencia con Línea 9.
La voz del altavoz era mecánica, sin alma, como siempre. Pero esa noche, el anuncio sonó diferente: demasiado cerca, demasiado alto. Jairo abrió los ojos. Se había quedado dormido. El tren se había detenido.
Esperó el sacudón, el arranque, la inyección de velocidad. No llegó. Se hizo un silencio denso. Un silencio que no existía en el Metro de la ciudad, ni a esas horas. Era un silencio artificial, de sala de hospital o de tumba. Lo que resonaba ahora era el sonido de la ventilación del túnel, un jadeo grave y constante.
La mujer del rebozo seguía inmóvil. El joven de los audífonos se había esfumado. Los borrachos, ahora, roncaban a coro. Jairo se levantó, sintiendo que sus músculos protestaban.
Se asomó a la ventana. Negro absoluto. El túnel era una boca abierta, oscura. Miró por la puerta, esperando ver el andén. No. Estaban parados a mitad de las vías, justo donde la pared se manchaba de ese lodo viscoso que a Jairo siempre le había parecido sangre oxidada.
Buscó su teléfono. Apagado. Sin batería.
Error. Mi error. Siempre debí cargar la batería.
Esperó diez minutos más. La ansiedad comenzó a taladrarle el pecho, un pinchazo frío que se sentía muy familiar. Presionó el botón de emergencia del vagón. No hubo respuesta, solo un soplido eléctrico. Presionó de nuevo. Nada. El vagón era una caja de metal muerta. Se dirigió al conductor. La cabina estaba a oscuras. Tocó la ventanilla con los nudillos.
—¿Hay alguien ahí? —la voz le salió áspera, rasgada.
No hubo respuesta. Ni un movimiento. Ni el más mínimo atisbo de una silueta. Jairo volvió al centro del vagón, buscando a los otros. La mujer del rebozo seguía allí. Los borrachos, también. Todos dormidos.
Pero ahora Jairo notó algo escalofriante.
El tren se había detenido después del andén. La luz de la estación, que debía estar a sus espaldas, no existía. Solo negro. Y el tren no se había detenido por un problema técnico, ni por un atasco. Parecía haber sido estacionado ahí, al capricho de alguien, en la zona más muerta del túnel.
La única puerta que respondía era la del final, esa que da al acoplamiento. Jairo tiró con fuerza, y el clack metálico resonó en el silencio, rompiendo la calma de los durmientes.
Salió al espacio entre vagones. El aire era pesado, con un olor a ozono, aceite quemado y humedad, un aroma denso, muy característico del vientre de la ciudad. El túnel no estaba completamente a oscuras, solo tenuemente iluminado por unas luces de emergencia anaranjadas que se espaciaban cada cincuenta metros. Creaban una atmósfera de cueva infinita.
Jairo dudó. Quedarse en el vagón era aceptar su destino. Caminar era desafiarlo. Siempre elegía el desafío.
Saltó a las vías.
El suelo era de cemento y grava, salpicado de desechos olvidados. Comenzó a caminar en la dirección que creía correcta, hacia la próxima estación. —Debo estar cerca. Cinco minutos, quizá. Deben haber olvidado que estoy aquí. Yo siempre me hago olvidar.
Pero entonces, el silencio se rompió de otra forma.
Jairo escuchó un sonido que no era del Metro. Era una voz. Una voz joven.
—Vaya, vaya. ¿Otro que se queda hasta el postre?
La voz no venía del túnel. Venía de la pared. Jairo se detuvo. Buscó el origen, escudriñando las sombras. Vio lo que parecía ser una puerta de mantenimiento, apenas visible en el cemento, mal cerrada. Estaba abierta apenas unos centímetros.
Se acercó lentamente, sintiendo el corazón golpeándole las costillas. Pegó el oído a la grieta.
Las voces eran dos. Un chico y una chica, jóvenes, de unos veinte años. Hablaban con una ligereza que espantaba, como si estuvieran en un café, no a medianoche bajo tierra.
—Te dije que hoy el factor sorpresa sería la Línea 3. Siempre creen que el terror solo está en la 2. —dijo la voz del chico, con un tono de diversión. —Sí, pero este es débil. Mira el traje. Un oficinista. Pobre diablo. Lo vamos a devolver roto. —replicó la chica, y se oyó una risa seca, cruel. —No, no lo devolveremos. Lo guardaremos para el Club de la Llorona. Ya nos hacía falta una nueva lágrima.
Jairo se quedó helado. Retrocedió dos pasos, tropezando con una pila de herramientas oxidadas en las vías. El estruendo fue ensordecedor en el silencio del túnel.
El murmullo dentro de la puerta cesó.
Un ojo se asomó por la grieta de la puerta. Era un ojo joven, sin ojeras, con una pizca de aburrimiento y una chispa de maldad contenida. Vio a Jairo. Y sonrió.
La puerta se abrió con un chirrido metálico. El chico que salió no usaba pasamontañas ni máscara. Llevaba una sudadera limpia, tenis de marca, y una mochila de laptop. Parecía recién salido de la universidad. Y esa normalidad, para Jairo, fue el primer golpe de realidad: no eran vándalos ni indigentes. Eran algo peor.
—Te estábamos esperando, oficinista —dijo el joven, sin borrar la sonrisa. —¿Crees que puedes huir de la Línea 3? Eso es ingenuo.
La chica salió a su lado. Pelo teñido de azul, rostro afilado. Su mirada era de absoluta indiferencia. No había odio en sus ojos, solo un profundo vacío.
—Se llama Jairo —dijo ella, con una voz cantarina, mirando su móvil—. Jairo Ramos. Contabilidad. Vive en el tercer piso del edificio 4C. Sus vecinos ni siquiera recuerdan su nombre. ¿Ves? Invisible.
Jairo no podía hablar. Sentía la garganta cerrada.
—El Metro es nuestro patio de recreo —continuó el chico, dando un paso adelante y disfrutando el pánico de Jairo—. La ciudad nos aburre, ¿sabes? Las leyendas ya no tienen fuerza. El Club del Miedo existe para devolverle la vida a las viejas historias. Y tú, Jairo, eres el actor principal de la historia de esta noche.
—Yo… yo no he visto nada —balbuceó Jairo, tratando de sonar fuerte. —Maldito sea el día que elegí la ruta de transbordo.
—Claro que no has visto nada. Eres invisible —la chica se rio, y fue una risa que sonó como cristal roto en el túnel—. Pero vas a sentir. Y a gritar. Y eso, Jairo, es suficiente para la ofrenda.
El chico levantó un pequeño radio, uno de esos que usan los vigilantes. Lo encendió. La estática llenó el aire, seguida de una voz en off, profunda, distorsionada.
— Bienvenido al Club del Miedo. Tu ciclo de terror ha comenzado. Elige tu destino, Jairo: la Llorona en el andén, el vampiro en la bodega de trenes, o… la leyenda del Vigilante. Solo uno de ellos se cumplirá.
Jairo sintió que el mundo giraba. La realidad se había disuelto en la noche y los túneles del Metro, su rutina aburrida, se habían convertido en un laberinto de horror muy personal.
Lo obligaron a caminar. Los jóvenes, que se movían con una familiaridad aterradora por las vías y los recovecos de mantenimiento, lo empujaron por un túnel lateral. La oscuridad aquí era casi total; el hedor a óxido y a un producto químico desconocido le quemaba la nariz.
Jairo seguía en shock. Intentó procesarlo: no eran delincuentes comunes. Parecían de clase media alta, aburridos, con acceso al sistema de seguridad del Metro. Eso era lo más monstruoso: la maldad por ocio.
—¿Por qué? —preguntó Jairo, sintiendo que la pregunta se perdía en la vasta oscuridad.
—Porque la gente como tú no siente nada. No vive. Solo respira y paga impuestos. Eres una cáscara —respondió el chico, cuyo nombre Jairo mentalmente había bautizado como «El Líder»—. Nosotros te devolvemos la emoción. La emoción más pura. El Miedo.
La chica, «La Azulina», iba detrás, grabando todo con su móvil. Lo que más le aterrorizaba a Jairo no eran sus cuchillos o armas (no las vio), sino la frialdad de su documentación.
—Tu leyenda es la mejor de todas, Jairo. El Olvidado —dijo La Azulina, con una malicia inesperada—. Es la leyenda de alguien que muere, pero que nadie recuerda por qué, ni dónde lo encontraron, ni si importó. ¿Te suena?
Llegaron a un andén en desuso. Era la estación Nonoalco, o una similar. Estaba cubierta de polvo, con grafitis de hace décadas y carteles de propaganda descoloridos. Pero el aire aquí era distinto. Más pesado.
Vio a otros dos miembros del Club. Estaban pintando un graffiti enorme en la pared con aerosol: una figura sombría, femenina, con un vestido roto, que parecía llorar sangre. La Llorona.
—Hoy toca la Llorona —dijo El Líder, con una sonrisa de satisfacción—. Y tú, Jairo, te quedarás con ella. Queremos ver cuánto tardas en gritar el nombre de alguien querido. Tienes media hora. Si logras escapar de ella, ganas.
Jairo miró el graffiti, y luego a la oscuridad del túnel. Se estremeció.
—Ella no es real. Es solo una…
—No, no lo es —interrumpió el Líder, con un tono sombrío y repentinamente serio—. Pero tu miedo sí lo es. Y eso es todo lo que necesitamos para hacerla real.
El Líder sacó un pequeño silbato de metal. Lo sopló. El sonido fue agudo, metálico, inhumano. Inmediatamente, las luces de emergencia del andén se apagaron, dejando a Jairo en una oscuridad que te traga por completo.
Y entonces, en el silencio denso, Jairo escuchó un sollozo. Un sollozo que venía de la oscuridad de la estación, que no era humano, sino un eco ahogado, femenino, que se iba acercando. Un lamento agudo. —Ay, mis hijos…
El terror se instaló en su garganta. Se dio cuenta, en el peor momento, de que las leyendas siempre fueron el disfraz de la maldad humana. Eran una excusa. El Metro, el lugar más poblado del mundo, era su prisión. El dolor más grande no era el monstruo, sino la risa que venía ahora de los cuatro jóvenes que lo habían dejado solo.
Estaba en las profundidades. Y solo necesitaba una cosa: despertar.
El lamento se acercaba.
El sollozo no era el de una mujer. Era un sonido hueco, amplificado por los túneles abandonados, artificial hasta el tuétano, pero no por ello menos aterrador. Se acercaba con una lentitud que sabía a tortura. Jairo estaba acorralado. Podía correr por las vías, pero ¿hacia dónde? El Club del Miedo sabía de corredores; conocían cada ruta, cada puerta de mantenimiento. Estaban jugando en su territorio.
El lamento paró. El silencio regresó, pero más denso y cargado de expectación. Era el silencio de un depredador que se detiene antes del golpe final.
Desde la oscuridad del túnel, donde Jairo había visto por última vez a El Líder, el pequeño radio volvió a emitir un chasquido.
—Tiempo fuera, Jairo. Media hora es demasiado para un oficinista. No llores. Es de mala educación… cuando la Llorona no es real.
La voz del Líder, distorsionada y robótica, se metió en la cabeza de Jairo, retumbando en las paredes de cemento.
—Te dimos una leyenda folclórica, la más barata. Esperábamos más de ti. Ahora, vamos a personalizar el show. ¿Recuerdas que te dije que te devolveríamos la emoción? Pues bien… ¿recuerdas el accidente?
Jairo sintió que el aire se le iba de los pulmones. Se dobló sobre sí mismo, la espalda apoyada contra el muro frío del andén. El terror sobrenatural, el de los fantasmas de rebozo, se esfumó. Este terror era un bisturí, preciso, íntimo, que iba directo a la cicatriz.
—Sí, Jairo. El accidente de hace ocho años. El que te devolvió a la ciudad, el que te hizo invisible. El Metro de la ciudad lo recuerda. Y nosotros también. —La voz del Líder se volvió más cercana, como si estuviera a centímetros del rostro de Jairo—. La leyenda de esta noche no es de la Llorona. Es de El Cobrador de Silencios. ¿La conoces?
Jairo cerró los ojos, intentando borrar la imagen. Ocho años atrás, una noche fría en una carretera costera. Una lancha, alcohol, gritos. Y el silencio que él había comprado después, enterrando todo bajo una capa de tedio. —Yo no maté a nadie. Fue un accidente. Un error.
—Un error que te hizo prometer algo a alguien. ¿Verdad, Jairo?
El Líder no esperaba respuesta. El juego era la certeza de que no había escape, no de la historia.
Lo sacaron del andén en desuso y lo arrastraron de vuelta a las vías. Esta vez, la tortura era más clínica.
El Club del Miedo (los cuatro jóvenes) lo metieron a la fuerza en el vagón más trasero del tren, que Jairo no había notado que estaba apartado, inmóvil en una vía secundaria. El vagón era distinto, viejo, de un modelo anterior, con los asientos rotos y un hedor a orina y abandono. En el centro, habían instalado un foco de estudio, de esos que usan los fotógrafos, apuntando a un viejo intercomunicador.
—Siéntate. Cómodo —dijo El Líder, empujándolo contra un asiento roto—. Ahora, vamos a recrear tu propio infierno. Pero necesito un poco de audio ambiente.
La Azulina encendió una grabadora. Jairo escuchó un sonido que le taladró el cráneo: el suave parloteo de una mujer, una risa cristalina que se cortaba en un grito. Era la voz de Andrea, la única víctima de aquel accidente, la única cuya memoria no había podido matar.
—Andrea tenía una risa contagiosa, ¿no? —dijo El Líder con falso arrepentimiento—. Lástima que el mar se la tragara.
—¿Quiénes son ustedes? —Jairo por fin encontró la voz, pero era un lamento roto—. ¿Cómo saben de ella?
El Líder se inclinó, su rostro juvenil y sin maldad a la vista de Jairo. Era un muchacho. Un niño. Un estudiante.
—El Metro lo sabe todo. La Ciudad Eterna lo absorbe todo. No somos nadie. Somos el aburrimiento. Y tú… tú nos has dado el mejor guion en años.
Lo encadenaron a la estructura del asiento con unas esposas de plástico, firmes e imposibles de romper. El Líder se dirigió al intercomunicador.
—Jairo, tienes media hora. Vamos a emitir tres audios. Debes gritar el nombre de la persona a la que le hiciste la promesa. Si no lo haces, la Leyenda del Cobrador no se cierra. Y el Club se llevará algo más que tu miedo.
El Líder y La Azulina salieron del vagón, cerrando la puerta con un golpe metálico. Jairo estaba solo, encadenado, con el foco de luz brillándole en los ojos.
El vagón era una caja de resonancia. Jairo respiraba con dificultad. El intercomunicador se iluminó de rojo.
Primer Audio: —Jairo, ¿recuerdas lo que me prometiste? Nunca me olvidarías, dijiste. ¿Dónde estás, Jairo? ¿Dónde me dejaste?
La voz no era la de Andrea. Era la voz del narrador distorsionado de El Líder, pero la entonación, el giro al final, eran idénticos al recuerdo de Andrea de aquella noche. Jairo intentó gritar. Se mordió la lengua. El silencio era la única defensa que le quedaba. —Si no respondo, no es real.
El intercomunicador permaneció en silencio unos minutos. Luego se oyó la risa seca de La Azulina.
—Solo sudó. El aburrimiento es total.
Segundo Audio: —¡Te lo advierto! Si me olvidas, te arrastraré conmigo al túnel. ¡Me debes la verdad, Jairo! ¡Tienes que contarlo!
La voz, ahora, no era solo distorsionada; era múltiple, quebrada en ecos. Parecía venir de todos los rincones del vagón. Jairo sentía las voces raspándole la piel, buscando la palabra en su garganta. Se removió. Las esposas de plástico se apretaron más. Se dio cuenta de que no solo le pedían el nombre, sino que le pedían que rompiera su silencio.
Recordó las palabras de su amigo Juan en el relato del fantasma: —»Carlos, recuerda que TÚ, eras el que conducías la lancha aquel día con nosotros.». Jairo no había conducido, pero la culpa era un compañero de viaje.
La Azulina se rió de nuevo por el altavoz, pero esta vez con un tono de fastidio.
—Ya sabes la regla, Jairo. El olvido no se compra para siempre. Tienes un minuto para confesarlo. Di el nombre de la persona a la que le prometiste la verdad… antes de que nos la llevemos nosotros.
Jairo sentía el frío que le subía por los tobillos. No era el frío del Metro; era el frío de la rendición. Su pecho se sentía hueco, vacío por la culpa que había callado durante años. Y ahora, un club de jóvenes ociosos, sádicos y sin máscara, venía a cobrarle.
El intercomunicador parpadeó por última vez.
Tercer Audio: El audio no era la voz de Andrea ni la de El Líder. Era un eco, lejano y ahogado, que sonó como un metal golpeando el agua. Y luego, una frase que le congeló la sangre, nítida, sin distorsión.
—Fran… no olvides el farol.
Jairo no se llamaba Fran. Pero recordó la leyenda. Las leyendas del Club no eran solo de terror; eran de viajeros, de otros mundos, de umbrales cruzados. En aquel instante, Jairo entendió. El Club del Miedo había recreado su propio terror, sí, pero también estaban enlazados a algo más grande, a un ciclo de la ciudad. El Metro no era solo un túnel: era un vórtice, un espejo que reflejaba todas las historias de pérdida y olvido.
El «Club» no era el fin. Era solo una pieza, una herramienta que cobraba las deudas de la ciudad y de otras dimensiones.
En el altavoz, El Líder habló por fin, con su voz natural, desprovista de efectos.
—Muy bien, Jairo. El juego ha terminado. Lo has entendido. El silencio es nuestra moneda.
—¿Qué… qué quieren? —preguntó Jairo, con un hilo de voz.
—Ya te lo dijimos. Queremos que nos entregues la verdad. La que enterraste en el fondo de ti.
Jairo rompió. Gritó el nombre de la única persona a la que le había mentido sobre aquella noche, la que le había hecho prometer que contaría la verdad.
—¡Mamá! —el grito fue un desgarro—. ¡Mamá, lo siento! ¡Andrea no iba sola! ¡Estaba conmigo!
La puerta del vagón se abrió de golpe. Entró El Líder, con una sonrisa de satisfacción que no se parecía a nada humano. En la mano no llevaba cuchillos, sino algo mucho más simple y terrible: una tarjeta de presentación.
—Gracias, Jairo. El juego se completa. La Leyenda del Cobrador ha cerrado el ciclo.
El Líder se acercó, desató las esposas de plástico de Jairo con un corte limpio. Su gesto no era de victoria, sino de cumplimiento.
—Ahora, tu ofrenda. Algo personal. Algo que pruebe que el vacío es real.
El Líder no esperó. Metió la mano en el bolsillo de Jairo y extrajo lo que llevaba: un viejo encendedor plateado, regalo de su padre, que ya no usaba. Un objeto sin valor, pero lleno de memoria. El Líder lo tomó y lo tiró a las vías, donde rodó hasta desaparecer en la oscuridad.
—Ahora vete. La puerta está abierta. El juego ha terminado… por ahora.
Jairo, liberado, corrió. No miró atrás. Corrió por el túnel con un miedo renovado, no a la muerte, sino al olvido forzado.
Corrió hasta que vio el parpadeo de las luces de emergencia. Corrió hasta que el silencio se rompió por el sonido familiar de la ventilación. Corrió hasta que se lanzó al andén y encontró la luz de la estación abierta, con vigilantes que no notaron su presencia.
Pero al llegar a la escalera mecánica, Jairo se detuvo. Miró a los cuatro jóvenes: El Líder, La Azulina y los otros dos. Estaban sentados en el andén, como si fueran estudiantes esperando el primer tren, riéndose en voz baja, sin mirar a nadie.
El Líder alzó la mano y mostró una pequeña flama brillante. El encendedor de Jairo. Y sonrió.
Jairo comprendió en ese instante: no había sido torturado por un fantasma ni por un demonio. Había sido despojado por una élite de sádicos que se alimentaban del dolor ajeno.
El terror había terminado. El trauma acababa de comenzar.
El escape no fue una liberación, sino un acto reflejo. Jairo corrió por las escaleras de la estación, escaleras que ya no recordaba cómo funcionaban. Subió por las rutas de emergencia, por pasillos húmedos que olían a lejía y desesperación. Cuando salió, la luz de la Ciudad de México lo golpeó en la cara. No era la bienvenida del sol, sino un fogonazo cruel.
Estaba en la calle, en la rutina de las seis de la mañana. Los puestos de tacos se montaban con el humo suave de la carne. La gente caminaba a prisa, con el rostro inexpresivo. Eran ellos, la Materia Inerte en Movimiento que Jairo había sido hasta hace unas horas.
Pero Jairo ya no era uno de ellos. Su cuerpo estaba magullado, su ropa arrugada, y la verdad que había gritado se sentía como un agujero en su pecho. El encendedor de su padre, su ofrenda, ya no estaba. El Club del Miedo se había llevado una parte de su memoria íntima.
Llegó a su casa, el edificio 4C, y subió las escaleras con el sigilo de un ladrón. Miró la puerta de su madre. La promesa se había cumplido: él había roto el silencio, aunque fuera ante sus verdugos. Pero ahora la promesa dolía. No podía mirarla a la cara. La verdad, aunque pronunciada, seguía siendo una carga demasiado grande para el mundo exterior.
Se duchó. El agua no limpió el hedor a ozono del túnel, ni el eco de la risa de La Azulina. Se puso su traje gris, su armadura de oficinista. Se miró en el espejo: no había sangre, no había heridas visibles. Solo el reflejo de un hombre que ya no era invisible. Ahora, estaba marcado.
De vuelta en la oficina, Jairo se sentó en su cubículo. Los números, antes un refugio, ahora le parecían garabatos insulsos. Intentó concentrarse. Fracasó.
El Metro le había enseñado la verdad más insoportable: el mal no se esconde, solo se camufla.
Sintió una mirada sobre él. Se giró. Era Daniel, el becario de finanzas. Veinte años, camisa pulcra, pelo engominado. Daniel sonrió. Una sonrisa amplia, de dientes perfectos. Una sonrisa que Jairo no recordaba haber visto en la oficina.
Y era la misma sonrisa de El Líder.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Daniel no estaba allí. O no debía estar ahí. Jairo parpadeó. Daniel le guiñó un ojo. Un guiño breve, cargado de burla y complicidad.
Jairo se levantó, sintiendo que la sangre se le helaba.
—¿Te pasa algo, Jairo? —preguntó Daniel, con una voz normal, de compañero.
—Nada —murmuró Jairo, tratando de volver a su trabajo.
—Vi un video curioso anoche. De unos vándalos en el Metro. Gente muy aburrida. Ya sabes cómo es la ciudad. El ocio extremo.
Daniel se alejó, tarareando. Jairo lo siguió con la mirada. ¿Era Daniel el Líder? ¿Era un cómplice? ¿Era una alucinación por el trauma?
La duda era el verdadero grillete.
A la hora del almuerzo, Jairo bajó al lobby. Vio a una mujer joven, de cabellos azules, comprando un café. Llevaba ropa de marca, gafas de sol y hablaba con una ligereza brutal por teléfono. La Azulina.
Se acercó a la barra, temblando. La chica se giró, rozándolo. Jairo sintió el perfume, caro y ácido. El mismo que había olido en el vagón viejo.
La Azulina lo miró por encima de las gafas. No había burla en sus ojos, solo una profunda, absoluta indiferencia. Y eso era peor que cualquier amenaza. Ella le sonrió.
—Qué coincidencia, ¿no? —dijo ella, con esa voz de cristal roto que Jairo recordaba del intercomunicador. —¿Crees en las coincidencias, Jairo?
—No —respondió Jairo, la garganta seca.
Ella se encogió de hombros, le dio un sorbo a su café y se marchó. Se movía con la seguridad de quien no tiene miedo a ser reconocido. Porque nadie la reconocería.
Jairo entendió el juego. No habían querido matarlo. Habían querido reclutarlo para el pánico, para el ciclo eterno. Querían que viviera, pero que viviera sabiendo que ellos estaban en todas partes.
El Metro no era una prisión. Era una base de operaciones.
Se obligó a retomar la rutina. Pero la rutina había cambiado de sabor.
Ahora, cada vez que bajaba la cabeza en el vagón, sentía que los ojos de Daniel, o de La Azulina, lo escudriñaban desde el fondo.
Cuando caminaba por el andén de Hidalgo, esa grieta en el techo del vagón que solía observar se había alargado en su mente, se había convertido en una cicatriz. Y la luz verde intermitente ya no era la promesa de la repetición. Ahora era un código.
—¿Quién de todos mis compañeros se reunirá hoy en el andén? ¿Y qué leyenda me tocará mañana?
Se subió al tren. Vagón lleno. Jairo se paró junto a la puerta, inexpresivo. Sus ojos recorrieron los rostros de la multitud.
Vio a un anciano que leía un periódico. El anciano alzó la vista y le sonrió. Su sonrisa era vieja, pero la chispa de maldad en sus ojos era joven, eterna. Era la burla del Club en un rostro arrugado.
Vio a una madre con un niño. La madre le acariciaba el pelo. Ella lo miró. Y la indiferencia en sus ojos fue el terror más puro que había sentido.
Jairo se dio cuenta de que no solo había cuatro miembros. El Club del Miedo eran cien, eran mil. Era una enfermedad del alma que afectaba a todos los jóvenes, a todos los aburridos, a todos los indiferentes de la Ciudad Eterna.
Se sentó. Y por primera vez en años, sintió una emoción que no había sentido antes. Ya no era miedo. Era determinación. La misma que sentía el Club. Si el Metro era el umbral, él había cruzado.
La voz en el altavoz anunció, monótona:
—Próxima estación: Centro Médico. Correspondencia con Línea 9.
El tren se detuvo en el túnel. Un chasquido. Las luces se apagaron. Un silencio denso, el de la tumba, llenó el vagón.
Jairo no se inmutó. La gente a su alrededor comenzó a inquietarse. Murmullos. Quejas.
Él se levantó. Sintió el peso de su traje, su armadura. Tenía el mismo aspecto que antes, pero ahora estaba vivo. Vivo con el miedo, la culpa y la promesa rota, que lo habían convertido en algo más que un oficinista.
Se dirigió al intercomunicador que ahora, milagrosamente, funcionaba. Lo presionó.
—Aquí Jairo. Leyenda del Cobrador de Silencios —su voz era dura, sin emociones, como el acero de las vías—. El juego no ha terminado. Hay una nueva regla.
Habló por el intercomunicador, directo a los túneles oscuros donde sabía que El Líder y La Azulina lo escuchaban, con ese sonido de crack que anunciaba la escucha activa.
—A partir de hoy, la ofrenda no es mía. Es de ustedes.
Y en ese instante, en la oscuridad, Jairo comenzó a narrar una nueva leyenda. Una historia de un Club del Miedo que se quedó atrapado en el túnel, acechado no por fantasmas, sino por la verdad que un oficinista les había forzado a oír.
En el túnel, la risa de La Azulina se cortó en un grito. Los golpes en el techo del vagón comenzaron, no golpeando a la víctima, sino al Club.
Jairo, con la tarjeta de presentación de Daniel en la mano, se sentó en la oscuridad. Sabía que la Leyenda de El Club del Miedo había terminado. Pero la Leyenda de El Cobrador de Silencios acababa de empezar.
El ciclo había cambiado. Y el Metro estaba esperando al próximo turno.
El tren arrancó de nuevo. Jairo se quedó mirando el reflejo oscuro de la ventana. No veía su rostro. Solo un par de ojos brillando con una determinación fría, metálica.
La máquina continuó. El terror urbano no había desaparecido. Solo se había sentado a su lado. Y Jairo ya no usaba el Metro. Ahora, él era el andén.
