El Sol Antes del Maligno

La calle Acacia era un lienzo de colores vibrantes bajo el sol de julio. Las casas, con sus fachadas impecables y jardines floridos, parecían competir en un concurso de belleza suburbana. Los niños, como mariposas liberadas de sus capullos, revoloteaban por las aceras, sus risas tintineando en el aire como campanillas de cristal. El aroma a barbacoa flotaba desde los patios traseros, mezclados con el perfume de las rosas y el césped recién cortado. Era un domingo perfecto en el paraíso, un día para dejar atrás las preocupaciones y disfrutar de la simple alegría de vivir.

La señora Peterson, con su vestido de flores y su sombrero de paja, regaba sus geranios, canturreando una vieja melodía. Los señores Henderson, sentados en su porche, discutían animadamente sobre el partido de béisbol, mientras su perro, un labrador dorado llamado Buddy, dormía plácidamente a sus pies. Los niños, con la energía inagotable de la juventud, organizaron una carrera de bicicletas, sus gritos de alegría resonando en la calle. Hasta el viejo señor Thompson, conocido por su carácter gruñón, se dejaba contagiar por la atmósfera festiva, saludando a sus vecinos con una sonrisa inusual en su rostro.

La calle Acacia era un microcosmos de felicidad, un lugar donde los problemas del mundo exterior parecían desvanecerse como el humo. Las familias se reunían para celebrar cumpleaños, organizar picnics en el parque o simplemente charlar en los jardines, compartiendo risas y confidencias. Los niños crecían sin preocupaciones, protegidos por la burbuja de seguridad que los rodeaba. Y los adultos, aunque conscientes de las dificultades de la vida, se permitían momentos de despreocupación, como si la calle Acacia fuera un refugio mágico donde el tiempo se detenía y la felicidad era eterna.

Pero en los días previos a la llegada de Arthur, algo cambió. Una sombra imperceptible se deslizó sobre la calle Acacia, como una nube que oculta el sol. El aire se volvió denso, cargado de una electricidad estática que hacía que los pelos se erizaron en la nuca. Los pájaros, antes bulliciosos, enmudecieron, y un silencio inquietante se apoderó del vecindario. Los niños, como si percibieran una amenaza invisible, se volvieron más retraídos, sus juegos perdieron la alegría espontánea de antaño. Y los adultos, con una inquietud que no podían explicar, se miraban con recelo, como si sospecharan que algo malo se avecinaba.

La señora Peterson, con su sensibilidad especial para lo sobrenatural, fue la primera en notar el cambio. Mientras regaba sus geranios, sintió un escalofrío recorrer su espalda. El sol, que antes la acariciaba con su calor, ahora le parecía frío e indiferente. Miró a su alrededor, buscando una explicación a su malestar. Las casas, antes acogedoras, parecían observar con ojos vacíos. El viento, que antes susurraba entre las hojas, ahora gemía como un lamento. Y en la distancia, al final de la calle, la casa de los Gable, vacía y silenciosa, parecía emanar una penumbra palpable.

La señora Peterson sintió un nudo en el estómago. Sabía que algo malo se avecinaba, algo que rompería la armonía de la calle Acacia y la sumiría en la tiniebla. Y mientras la sombra del mal se extendía sobre el vecindario, la señora Peterson se aferraba a la esperanza, como un náufrago a una tabla de madera, rezando para que la tormenta pasara de largo y la luz volviera a brillar en la calle Acacia.

La niebla se aferraba a la calle Acacia como un sudario, ocultando las casas de dos aguas y los jardines cuidados con un velo espectral. El sol, una moneda pálida en el cielo plomizo, apenas lograba penetrar la bruma, creando una atmósfera de irrealidad que se colaba en los huesos. Era el tipo de mañana en la que uno espera ver figuras fantasmales deslizándose entre los árboles o escuchar el eco de pasos que no existen. Y en el número 13, la casa de los Gable, con su torreta que parecía un ojo vigilante y su jardín cubierto de maleza, la niebla se arremolinaba con especial intensidad, como si la propia casa exhalaba un aliento frío y húmedo.

Arthur llegó en una tarde gris, con la lluvia golpeando los cristales de su viejo Cadillac como un millar de dedos huesudos. Su figura, alta y delgada, se recortaba contra la luz mortecina del crepúsculo, proyectando una sombra alargada que se extendía por el camino de entrada como una premonición. Los vecinos, curiosos como siempre, observaron su llegada desde detrás de las cortinas, especulando sobre el nuevo habitante de la casa maldita. Arthur, ajeno a las miradas, descargó sus pertenencias con una parsimonia inquietante: un baúl de madera con herrajes de hierro, un conjunto de libros encuadernados en cuero, un espejo ovalado que parecía absorber la poca luz que quedaba en el ambiente.

Los días siguientes transcurrieron en una calma tensa. Arthur se movía por el vecindario con una discreción casi fantasmal. Se le veía pasear por las calles al amanecer, con su gabardina oscura ondeando al viento, o podando los rosales del jardín con una meticulosidad que rayaba en lo obsesivo. En la tienda de comestibles, saludaba a los vecinos con una sonrisa amable y una voz suave, pero sus ojos, de un azul profundo e insondable, parecían observarlos con una curiosidad distante, como si fueran especímenes bajo un microscopio.

La primera señal de que algo andaba mal llegó con la desaparición de Emily Peterson, la hija adolescente de la señora Peterson, la anciana que vivía frente a la casa de los Gable. Emily, una chica alegre y despreocupada, salió de casa una tarde para ir a la biblioteca y nunca regresó. La policía, alertada por la señora Peterson, inició una búsqueda exhaustiva, pero no encontró rastro de la joven. Los vecinos, conmocionados, se organizaron en grupos de búsqueda, recorriendo los bosques cercanos y las calles del pueblo, pero Emily parecía haberse desvanecido en el aire.

La señora Peterson, con el corazón destrozado y la mente llena de oscuros presentimientos, se aferraba a la esperanza de que Emily regresara sana y salva. Pero en el fondo de su alma, una voz fría y sibilante le susurraba que algo terrible había sucedido. Y esa voz, cada vez más fuerte, la llevaba a mirar con recelo la casa de los Gable, con su torreta que parecía observarla con malicia y su jardín donde las sombras se alargaban con el paso de los días.

Una semana después de la desaparición de Emily, un granjero encontró su cuerpo en un claro del bosque, cerca de los imponentes robles que marcaban la entrada al pueblo. La escena era desgarradora: la joven yacía sobre un lecho de hojas secas, con los ojos abiertos y una expresión de terror congelada en su rostro. No había signos de violencia, pero la autopsia reveló que había muerto por un paro cardíaco fulminante, como si un miedo indescriptible hubiera detenido su corazón.

El pueblo se sumió en el pánico. La policía intensificó las patrullas, los padres prohibieron a sus hijos salir solos, y la atmósfera de tranquilidad que antes reinaba en la calle Acacia se evaporó. Los vecinos se miraban con recelo, preguntándose si entre ellos se escondía un monstruo. Y mientras el miedo se extendía como una plaga, la señora Peterson, con una intuición que desafiaba la lógica, no podía apartar la mirada de la casa de los Gable.

La niebla, cómplice silenciosa de la tragedia, se aferraba a la calle Acacia con una tenacidad inusual. Parecía alimentarse del miedo que emanaba de las casas, de los susurros ahogados tras las ventanas, de las miradas furtivas que se cruzaban en la calle. La señora Peterson, con el rostro surcado por la angustia, se sentaba cada tarde junto a la ventana, con la mirada fija en la casa de los Gable. Observaba a Arthur con una mezcla de temor y fascinación, tratando de descifrar el enigma que se ocultaba tras su fachada de hombre amable y solitario.

Una noche, mientras la luna proyectaba sombras alargadas sobre el jardín, la señora Peterson creyó ver una figura moviéndose entre los árboles. Se acercó a la ventana, con el corazón latiendo con fuerza, y contuvo la respiración. La figura se detuvo junto al pozo, el antiguo pozo que había estado sellado durante décadas. Arthur, con una pala en la mano, parecía estar excavando en la tierra. La señora Peterson sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Qué hacía Arthur en el jardín a esas horas de la noche? ¿Qué secretos ocultaba el pozo?

A la mañana siguiente, la señora Peterson decidió actuar. Llamó a la policía y les contó lo que había visto. Dos agentes, jóvenes e inexpertos, se presentaron en la casa de los Gable. Arthur los recibió con su habitual cortesía, invitándolos a pasar y ofreciéndoles una taza de té. Los agentes, algo incómodos, le explicaron que habían recibido una llamada de la señora Peterson, que estaba preocupada por su comportamiento. Arthur escuchó con atención, con una leve sonrisa en los labios.

—La señora Peterson es una mujer encantadora —dijo con voz suave—, pero a veces su imaginación la lleva a ver cosas que no existen. Le aseguro que no tengo nada que ocultar.

Los agentes, sin pruebas concretas, no pudieron hacer más que registrar el jardín. No encontraron nada sospechoso. El pozo seguía sellado, cubierto por una capa de tierra y hojas secas. Arthur, con una amabilidad que rayaba en lo irónico, se ofreció a acompañarlos a la salida.

—Espero que esto no cause más molestias a la señora Peterson —dijo con una sonrisa—. No me gustaría que pensara que soy un mal vecino.

Los agentes se marcharon, con la sensación de haber sido engañados. Arthur los observó alejarse desde el porche, con una expresión indescifrable en el rostro. Cuando el coche patrulla desapareció al final de la calle, Arthur regresó al jardín. Se acercó al pozo y, con una sonrisa triunfante, retiró la capa de tierra que lo cubría. El pozo, oscuro y profundo, parecía mirarlo con una malicia ancestral.

Esa noche, la niebla volvió a apoderarse de la calle Acacia, más densa y opresiva que nunca. La señora Peterson, desde su ventana, observaba la casa de los Gable con una creciente sensación de inquietud. La figura de Arthur, recortada contra la luz de la luna, se movía por el jardín como un espectro. La señora Peterson sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía que algo terrible estaba a punto de suceder.

El viento gemía entre los árboles, como un lamento que presagiaba la tragedia. La señora Peterson, con el pulso acelerado, marcó el número de la policía. Su voz, temblorosa pero decidida, describió la escena que se desarrollaba ante sus ojos. «Arthur… el pozo… creo que está… ¡Oh Dios mío!», un grito ahogado cortó la comunicación. La operadora, con la adrenalina bombeando en sus venas, envió una patrulla a la casa de los Gable. Cada segundo contaba.

Mientras las sirenas se abrían paso entre la niebla, Arthur, ajeno a la inminente llegada de la policía, se encontraba en el sótano de la casa. El ambiente era húmedo y frío, con un olor a tierra mojada que se le pegaba a la garganta. Una única bombilla colgaba del techo, proyectando una luz tenue que apenas alcanzaba a iluminar las paredes de piedra. En el centro de la habitación, una mesa de madera maciza sostenía un conjunto de herramientas: un bisturí, unas pinzas, un martillo. Y sobre la mesa, cubierta por una sábana blanca, la figura inerte de la señora Peterson.

Arthur, con una mirada fría y calculadora, se acercó a la mesa. Sus manos, enguantadas en látex, se movían con la precisión de un cirujano. Retiró la sábana, revelando el rostro pálido y sereno de la anciana. Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios. «Tu curiosidad te ha llevado a la perdición, querida vecina», susurró con una voz que no era la suya, una voz profunda y gutural que parecía provenir de las profundidades del pozo.

El sonido de las sirenas se hizo más intenso. Arthur, sin perder la calma, tomó el bisturí y comenzó su macabro trabajo. Cada corte, cada incisión, era realizado con una precisión milimétrica, como si estuviera siguiendo un patrón preestablecido. La sangre, oscura y espesa, manchaba la sábana blanca, creando un dibujo abstracto que parecía cobrar vida propia.

Los agentes, con las armas desenfundadas, irrumpieron en la casa. El silencio que los recibió fue más aterrador que cualquier grito. Avanzaron con cautela, siguiendo el rastro de sangre que los condujo al sótano. La escena que encontraron allí los dejó petrificados. Arthur, con el bisturí aún en la mano, se giró hacia ellos con una sonrisa demente. A sus pies, el cuerpo mutilado de la señora Peterson yacía sobre la mesa, como una ofrenda a un dios oscuro.

Un grito de horror escapó de los labios de uno de los agentes. Arthur aprovechó la confusión para lanzarse sobre ellos, con una furia animal que los tomó por sorpresa. La lucha fue breve pero brutal. Arthur, a pesar de su apariencia frágil, poseía una fuerza descomunal. Logró desarmar a uno de los agentes y lo golpeó con saña, dejándolo inconsciente. El otro agente, con el rostro pálido por el terror, disparó su arma. El disparo resonó en el sótano, seguido de un grito de dolor. Arthur se tambaleó, con una mancha roja floreciendo en su pecho. Cayó de rodillas, con la mirada fija en el pozo que se abría en la esquina de la habitación. «El pozo… deben cerrar el pozo…», murmuró con un hilo de voz antes de desplomarse en el suelo.

El agente, con las manos temblorosas, se acercó al cuerpo de Arthur. Su respiración era irregular, su vida se apagaba lentamente. El pozo, como una boca abierta en la tierra, parecía absorber la oscuridad que emanaba del hombre moribundo. El agente, con un escalofrío recorriendo su espalda, comprendió la urgencia de las palabras de Arthur. «Debemos cerrar el pozo», repitió para sí mismo, con la certeza de que algo maligno se ocultaba en sus profundidades.

La casa de los Gable, ahora un escenario de muerte y silencio, se erguía como un monumento al horror. Los vecinos, con el miedo aún latiendo en sus corazones, observaban desde la distancia, sin atreverse a acercarse. La niebla, como una entidad consciente, parecía absorber los gritos silenciosos de la casa, los ecos de la violencia que había manchado sus paredes.

El pozo, fuente de la maldad que había corrompido a Arthur, seguía abierto, como una herida supurante en la tierra. El agente, con la imagen del cuerpo mutilado de la señora Peterson grabada a fuego en su memoria, se acercó al borde del pozo. Un aliento frío y fétido ascendió desde las profundidades, acariciando su rostro como la mano de un fantasma. Sintió una fuerza invisible que lo atraía hacia el abismo, un susurro que le prometía secretos y poder. Retrocedió, horrorizado, consciente de que el pozo era una puerta a un mundo oscuro y peligroso, un mundo que amenazaba con devorar su alma.

Con la ayuda de los refuerzos que habían llegado al lugar, el agente logró sellar el pozo. Una gruesa capa de cemento cubrió la abertura, como un sello que contenía la maldad que se ocultaba en su interior. Pero la sensación de inquietud persistía, como una sombra que se negaba a desaparecer. El agente sabía que el pozo, aunque sellado, seguía allí, latente, esperando el momento oportuno para volver a abrirse.

La calle Acacia, marcada por la tragedia, nunca volvió a ser la misma. La niebla se disipó, el sol volvió a brillar, pero la sombra de Arthur se mantenía presente en cada rincón, en cada susurro del viento, en cada mirada furtiva. Los vecinos, con el recuerdo del horror aún fresco en sus memorias, se esforzaban por recuperar la normalidad, pero la desconfianza se había instalado entre ellos, como una barrera invisible que los separaba.

La casa de los Gable fue demolida, convertida en un montón de escombros que nadie se atrevía a tocar. El jardín, antes un remanso de paz, se convirtió en un terreno baldío, donde las malas hierbas crecían con una fuerza descomunal. Y el pozo, sellado bajo el cemento, seguía siendo un recordatorio constante de la sombra que se ocultaba bajo la superficie de la aparente tranquilidad.

El agente, atormentado por las imágenes de aquella noche, abandonó la policía. No podía soportar la idea de volver a enfrentarse a la maldad, a la locura que se escondía en los corazones humanos. Se retiró a una cabaña en las montañas, buscando la paz que le había sido arrebatada. Pero el pozo, como una pesadilla recurrente, lo perseguía en sus sueños, recordando que la maldad siempre acecha, esperando el momento oportuno para volver a emerger.

Y en las noches de luna llena, cuando el viento aullaba entre los árboles y la niebla se arrastraba por las laderas, el agente se despertaba con un sudor frío, con la sensación de que el pozo se abría de nuevo, liberando la maldad que había estado contenida durante tanto tiempo. Y en la distancia, entre la niebla y las sombras, creía ver la figura de Arthur, con una sonrisa cruel en el rostro, invitándolo a unirse a él en las profundidades del abismo.

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