La Cripta del Miguelete


La Cripta del Miguelete

Capítulo 1: La Noche que me Tragó

La humedad se aferraba a mi piel como una segunda capa, fría y pegajosa. El aliento escapaba de mis labios en pequeñas nubes de vapor que se disipaban rápidamente en la oscuridad. Caminaba por las calles estrechas del Carmen, mis pasos resonando en el silencio sepulcral de la noche valenciana. A mis dieciocho años, la ciudad era mi patio de recreo, un laberinto de callejones y plazas que conocía como la palma de mi mano. Pero esa noche, bajo el manto de la oscuridad, Valencia se transformaba en un territorio desconocido, un lugar donde las sombras danzaban con una vida propia y los susurros del pasado se colaban entre los muros centenarios.

Siempre me había fascinado la historia de mi ciudad, las capas de civilizaciones que se escondían bajo el asfalto, los ecos de vidas pasadas que resonaban en cada piedra. Y entre todas las historias, una me obsesionaba especialmente: la leyenda de la cripta secreta bajo el Miguelete. Se decía que allí, en las entrañas de la torre, se habían llevado a cabo rituales paganos, invocaciones a fuerzas oscuras que aún se aferraban a los muros de piedra. La idea de un lugar así, un espacio donde la historia y lo sobrenatural se entrelazaban, me producía una mezcla de fascinación y terror.

Esa noche, la curiosidad pudo más que el miedo. Me dirigí hacia la Plaza de la Virgen, mi corazón latiendo con fuerza en el pecho. El Miguelete, con su silueta imponente recortada contra el cielo nocturno, parecía observarme con una mueca pétrea. La puerta lateral, que durante el día bullía de turistas, ahora estaba cerrada, custodiada por un silencio ominoso.

Con la agilidad de un gato, trepé por la reja que protegía la entrada. El metal frío se clavaba en mis manos, pero la adrenalina me impedía sentir dolor. Una vez dentro, la oscuridad me envolvió por completo. El aire era denso y frío, con un ligero aroma a humedad y polvo. Encendí la linterna del móvil, el haz de luz débil apenas capaz de penetrar la negrura. Las paredes de piedra parecían cerrarse sobre mí, susurrando historias de siglos pasados.

La leyenda decía que la entrada a la cripta estaba oculta tras un muro falso, cerca del altar. Recorrí el perímetro de la sala, palpando la piedra fría en busca de alguna irregularidad. Mis dedos temblaban, no solo por el frío, sino también por una creciente sensación de inquietud. De pronto, la linterna parpadeó y se apagó. Maldije en voz baja, sumido en una oscuridad absoluta. Un sudor frío me empapó la frente. Intenté encender la linterna de nuevo, pero la batería se había agotado.

Fue entonces cuando lo escuché: un roce suave, como el de una túnica arrastrándose por el suelo. El sonido venía de la oscuridad, de algún lugar más allá del alcance de mi vista. Me quedé paralizado, el corazón latiéndome con fuerza en el pecho. «¿Quién anda ahí?», pregunté, mi voz apenas un susurro en la oscuridad. El silencio fue la única respuesta. Pero sabía que no estaba solo. Algo se movía en las sombras, algo que me observaba.

Capítulo 2: El Rostro en la Sombra

El roce se repitió, ahora más cerca. El miedo se apoderó de mí, frío y paralizante. Busqué a tientas mi móvil, intentando activar la linterna de nuevo. Justo cuando mis dedos encontraron el botón de encendido, un rayo de luna se filtró por una de las ventanas, iluminando fugazmente la sala. Y entonces lo vi.

Allí, de pie junto al altar, había una figura alta y esquelética, envuelta en una túnica oscura. No tenía rostro, solo una sombra profunda donde debería estar su cabeza. La visión me heló la sangre. Intenté gritar, pero ningún sonido salió de mi garganta. La figura avanzó hacia mí, flotando sobre el suelo. Retrocedí, tropezando con algo en el suelo. Caí de espaldas, golpeándome la cabeza contra la piedra. La visión se me nubló, pero aún pude ver a la figura inclinándose sobre mí, la sombra de su cabeza extendiéndose como una mancha de aceite.

Un frío glacial me recorrió el cuerpo. Sentí un dolor agudo en el pecho, como si unas garras invisibles me desgarraran el corazón. Y entonces, la oscuridad me consumió por completo.

Capítulo 3: Entre la vigilia y la pesadilla

Desperté con la sensación de haber estado flotando en un mar de tinieblas. La cabeza me latía con fuerza y un dolor sordo persistía en mi pecho. La luz del amanecer se filtraba a través de los ventanucos del Miguelete, creando haces de luz que danzaban sobre el polvo acumulado. Me incorporé con dificultad, la visión borrosa y el cuerpo tembloroso. Miré a mi alrededor, buscando a la figura espectral, pero no había rastro de ella. Solo el silencio y la fría piedra me rodeaban. Las sombras de la noche habían desaparecido, pero el recuerdo de la figura sin rostro seguía grabado en mi mente con una nitidez aterradora.

Me levanté, tambaleándome, y salí de la cripta. La luz del día me cegaba, pero poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando. Recorrí el camino de vuelta, con la sensación de que alguien me observaba desde las sombras, como si los ojos de la torre me siguieran en cada paso. Al llegar a la Plaza de la Virgen, respiré hondo, aliviado de estar de nuevo en un lugar familiar. Pero la experiencia en la cripta me había marcado para siempre. La ciudad, antes un lugar de aventuras y descubrimientos, ahora me parecía un escenario de pesadilla, donde la oscuridad ocultaba terrores inimaginables.

Llegué a casa con el cuerpo magullado y el alma herida. Mis padres, preocupados por mi ausencia nocturna, me recibieron con una mezcla de alivio y reproches. Intenté explicarles lo que había sucedido, pero las palabras se me atragantaban en la garganta. ¿Cómo describir la figura sin rostro, el frío glacial, la sensación de estar a punto de ser devorado por la oscuridad? Decidí guardar silencio, convencido de que nadie me creería.

Capítulo 4: El peso de la sombra

Las semanas se convirtieron en meses, y yo intentaba volver a la normalidad. Pero la experiencia en el Miguelete me había cambiado. Ya no era el mismo joven intrépido que se aventuraba en la noche en busca de emociones. Ahora, la oscuridad me provocaba un miedo irracional, y la soledad me llenaba de angustia. La imagen de la figura sin rostro me perseguía en mis sueños, despertándome con el corazón desbocado y la respiración entrecortada.

Intentaba distraerme, ocupar mi mente con otras cosas, pero la sombra de la cripta se extendía sobre mí como una maldición. Mis amigos notaban mi cambio, mi retraimiento, la mirada perdida en la que se reflejaba el horror que había presenciado. Algunos se preocupaban, otros se burlaban. Pero nadie, absolutamente nadie, podía comprender lo que había vivido.

Una noche, mientras caminaba por la Plaza de la Virgen, vi a un grupo de turistas entrando en el Miguelete. Sentí un escalofrío que me recorrió la espalda como una descarga eléctrica. Recordé la leyenda de la cripta, la figura sin rostro, el dolor en el pecho. Me alejé de allí a toda prisa, con la sensación de que la sombra de la cripta me seguía, acechándome en cada esquina, susurrándome al oído que nunca escaparía de su influjo.

Sabía que nunca podría olvidar lo que había visto en las profundidades del Miguelete. La experiencia me había marcado para siempre, convirtiéndome en un prisionero de mi propio miedo. Y en lo más profundo de la cripta, la figura sin rostro seguía esperando, paciente, a su próxima víctima, su presencia maligna extendiéndose como una mancha de aceite por los cimientos de la ciudad.

Capítulo 5: La Ciudad de las Sombras

Valencia, mi ciudad, mi hogar, se había convertido en una prisión. Cada rincón, cada callejón, cada sombra, me recordaba la experiencia en la cripta. Evadía la Plaza de la Virgen, el Miguelete se había transformado en un faro de terror que me repelía con una fuerza invisible. Mis paseos nocturnos se limitaban a las calles más iluminadas, siempre acompañado, siempre mirando por encima del hombro.

La gente me decía que debía superarlo, que era joven, que tenía toda la vida por delante. Pero no entendían. No habían visto lo que yo había visto, no habían sentido el frío espectral de la figura sin rostro, no habían experimentado la sensación de que la propia oscuridad te absorbía, te robaba el aliento y te dejaba vacío.

Empecé a tener pesadillas recurrentes. Me veía de nuevo en la cripta, la figura inclinándose sobre mí, su sombra extendiéndose como una mancha de aceite. Despertaba con el corazón desbocado, bañado en sudor frío, la sensación de unas garras invisibles arañando mi pecho. El miedo se había convertido en mi compañero inseparable, una sombra que me seguía a todas partes.

Un día, en la biblioteca, buscando información sobre la historia del Miguelete, encontré una referencia a una antigua leyenda sobre la cripta. Se decía que la figura sin rostro era el espíritu de un nigromante que había realizado rituales oscuros en aquel lugar, invocando a fuerzas demoníacas que lo habían consumido. Su alma, atrapada entre el mundo de los vivos y el de los muertos, vagaba por la cripta, buscando nuevas víctimas para alimentar su sed de oscuridad.

La leyenda también mencionaba una forma de romper la maldición: encontrar el antiguo grimorio del nigromante, un libro de hechizos que contenía el ritual para liberar su alma. El grimorio, según la leyenda, estaba escondido en algún lugar de la cripta, protegido por el espíritu del nigromante.

Al principio, la idea de volver a la cripta me llenó de terror. Pero a medida que los días pasaban, la curiosidad y la necesidad de liberarme de la maldición fueron más fuertes que el miedo. Sabía que era una locura, pero también era mi única esperanza.

Capítulo 6: El Regreso al Abismo

Una noche, armado con una linterna nueva y un rosario que mi abuela me había regalado, volví al Miguelete. La ciudad dormía, ajena a mi presencia. La Plaza de la Virgen estaba desierta, el silencio solo roto por el sonido de mis propios pasos. El Miguelete se alzaba imponente, su silueta recortada contra el cielo estrellado.

Con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho, trepé de nuevo la reja y me adentré en la oscuridad. El aire era aún más denso y frío que la primera vez, el aroma a humedad y polvo más intenso. Encendí la linterna, el haz de luz cortando la negrura como un cuchillo. Las sombras danzaban en las paredes, deformando los arcos y las columnas en figuras monstruosas.

Recorrí la sala, buscando la entrada a la cripta. Recordaba la leyenda: un muro falso, cerca del altar. Palpé la piedra, buscando alguna irregularidad. De pronto, mis dedos encontraron una hendidura. Presioné con fuerza, y una sección del muro se deslizó hacia un lado, revelando una oscura abertura.

Tomé aire y me adentré en la cripta. El frío era aún más intenso aquí, como si la propia piedra emanara un aliento gélido. El haz de luz de la linterna temblaba en mis manos, proyectando sombras grotescas en las paredes. Recorrí la cripta con la mirada, buscando el grimorio. Según la leyenda, estaba escondido en un nicho, detrás del altar.

Me acerqué al altar, con el rosario apretado en la mano. El miedo me atenazaba, pero la determinación me impulsaba hacia adelante. Miré detrás del altar, y allí estaba: un libro antiguo, encuadernado en cuero, con extraños símbolos grabados en la cubierta. Lo tomé con cuidado, sintiendo un escalofrío recorrer mi cuerpo.

En ese momento, la linterna parpadeó y se apagó. La oscuridad me envolvió por completo. Un sudor frío me empapó la frente. Y entonces, lo escuché de nuevo: el roce suave, como el de una túnica arrastrándose por el suelo. La figura sin rostro estaba allí, en la oscuridad, observándome.

Capítulo 7: El Abrazo de la Sombra

n sudor frío me recorrió la espalda. El roce se intensificó, acercándose. Podía sentir la presencia de la figura sin rostro a mi lado, su gélida aura envolviéndome como una mortaja. El miedo amenazaba con paralizarme, pero una extraña fuerza me impulsaba a actuar. No era la adrenalina, ni la valentía, era algo más profundo, algo que resonaba con la oscuridad que me rodeaba. Recordé las palabras de la leyenda: el grimorio, el ritual, la liberación del alma… ¿o era mi propia condenación?

Abrí el libro con manos temblorosas. Las páginas eran de un pergamino amarillento, cubiertas de extraños símbolos y escrituras en un idioma que no reconocí. Busqué el ritual de liberación, pasando las páginas con frenesí. La presencia a mi lado se hizo más intensa, el roce se convirtió en un sonido áspero, como el de una tela rasgándose. Sentí un aliento frío en mi nuca, pero en lugar de repulsión, una extraña sensación de familiaridad me recorrió. Un olor nauseabundo, a carne putrefacta, inundó mis fosas nasales, pero en vez de asco, despertó una oscura curiosidad en mi interior.

Por fin, encontré el ritual. Las palabras estaban escritas en latín, un idioma que, afortunadamente, había estudiado en el instituto. Comencé a leer en voz alta, mi voz temblorosa al principio, pero ganando fuerza a medida que avanzaba. Los símbolos del grimorio parecían cobrar vida, brillando con una luz tenue en la oscuridad. Pero a medida que leía, la luz me molestaba, me cegaba. Notaba como si una fuerza oscura se agitara en mi interior, como si las palabras del ritual despertaran algo que había permanecido dormido en lo más profundo de mi ser.

La figura sin rostro se agitó a mi lado. El roce se convirtió en un rugido sordo, y el olor a putrefacción se intensificó. Sentí una presión en mi pecho, como si unas manos invisibles intentaran estrangularme. Pero en lugar de miedo, sentí una extraña excitación. Seguí leyendo, con la voz cada vez más alta, la mirada fija en las palabras del grimorio, sintiendo como la oscuridad se apoderaba de mí, como si me fundiera con la sombra de la figura sin rostro.

De pronto, un rayo de luz cegadora surgió del libro, iluminando la cripta con una intensidad sobrenatural. La figura sin rostro gritó, un sonido gutural que resonó en las paredes de piedra. Pero yo no grité, no me aparté. La luz me quemaba, me hería, me repelía. La presión en mi pecho desapareció, pero en su lugar sentí un vacío, un anhelo por la oscuridad que se alejaba. La luz se intensificó, envolviéndome por completo, y en ese momento supe que había cometido un terrible error.

Capítulo 8: La Condena Eterna

Cuando la luz se apagó, la cripta volvió a sumirse en la oscuridad. La figura sin rostro había desaparecido, pero yo ya no era el mismo. La sombra se había apoderado de mí, me había transformado. Ya no sentía miedo, solo una profunda afinidad por la oscuridad, un anhelo por la noche eterna.

Salí de la cripta, no con alivio, sino con una extraña sensación de poder. La ciudad dormía, pero yo ya no era parte de ese mundo. Era una criatura de la noche, un habitante de las sombras.

Los días se convirtieron en una tortura. La luz del sol me quemaba la piel, me obligaba a refugiarme en la oscuridad de mi habitación. La comida me sabía a ceniza, el agua me quemaba la garganta. Solo por las noches, cuando las sombras se alargaban y la ciudad se sumía en el silencio, encontraba algo de paz.

El Miguelete se convirtió en mi refugio. Pasaba horas en la cripta, sintiendo la energía oscura que aún impregnaba sus muros. La figura sin rostro ya no estaba, pero su esencia permanecía, fundida con la mía. Ahora yo era la sombra, el guardián de la cripta, el portador de la maldición.

Intenté luchar contra la oscuridad que me consumía, pero era inútil. Cada noche me sentía más fuerte, más poderoso, pero también más alejado de la vida, de la luz, de la humanidad. Sabía que estaba condenado, atrapado en un ciclo eterno de sombras.

Y así, me convertí en la leyenda. Los rumores sobre mi presencia en el Miguelete se extendieron por la ciudad. Decían que un joven, consumido por la oscuridad, vagaba por la cripta, buscando nuevas víctimas para perpetuar la maldición. Y aunque nadie se atrevía a acercarse, yo seguía allí, esperando en la oscuridad, anhelando la compañía, la liberación, la redención… pero sabiendo que mi destino era la soledad eterna.

FIN

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